se desata el cordón que lleva
en la cintura del hambre,
se despoja las sandalias
sangrantes del peregrino,
se enjuaga la boca que maldice
de su pobreza, de su sed,
se golpea los calcañares
que ya fueron y volvieron,
se disculpa de sus noches
de tos, de fuelles, de brasas,
se sacude el polvo del camino
que le cubre la máscara de santo,
se rasura la congoja
que le repta en las venas del sexo,
se limita a la contemplación
de la imagen que labró de sí mismo,
se levanta, carraspea y me dice
hasta nunca, apagados ya los reflectores.