Cuando el presidente Fox, calzando aquellas inefables botas camperas de charol hechas a la medida en su propia fábrica, ante los reyes de España y personajes de las letras mencionó al gran novelista José Luis Borgues, se le fue encima una ola de rebato intelectual. Pero nadie reparó en que Borges no tiene una sola novela. Mi conclusión fue muy poco amable con los burlones: quien no señala que no es novelista (aunque debió ser nobelista) es porque no ha leído ni a Borges ni a Borgues. Son fariseos de la cultura, iletrados que no llegan a noticia porque no son nadie (no son nadie, no somos nada, no hay ninguno: el español exige doble negación en estos casos). Pedantillos.
Como lo es, pedantillo, el joven que pregunta al candidato del PRI qué significa anomia. Es un término común para quienes hicimos la carrera de Psicología, pero no es indispensable para gobernar: ya tendrá asesores que le digan que X problema es un caso de anomia social, y expondrán el remedio, sin un ¡lero, lero, no sabe! A ver… deja pensar… ¿Cuántos decimales lleva la longitud de Planck? No vale si lo gugleas.
No está nada mal que nuestros gobernantes tengan cultura literaria, musical y, sobre todo, científica; que levanten las cejas si alguien dice que Stravinsky comenzó sus estudios con Mozart, pero si no la tienen pueden aún ser buenos gobernantes. Ya sufrimos a un presidente que era lector y hasta deseaba ser escritor y a una primera dama que “dejó su brillante carrera como concertista de piano”, dijo en un Informe López Portillo… quizá obligado a taconazos un día antes. Y fueron lo peor que le pudo haber pasado a México, excepto para quienes desean revivir aquel 1982.
El régimen de López Portillo continuó el desastre iniciado por su amigo de adolescencia Luis Echeverría. La señora hizo tirar un muro de un lujoso hotel de Acapulco para que con grúa le subieran su piano cuando no iba a permanecer más de dos días. Y en una visita oficial, llegada que fue a Salzburgo, ante el clavecín de Mozart, sentose a interpretar algo ante la mirada en pánico de las autoridades del museo. Salvador Novo tiene una obra teatral que no he visto ni leído, pero se llama La culta dama. Ante la resurrección de aquellos usos y costumbres muchos clamamos al cielo, entre olivos o sin olivos: Padre, retira de mí este cáliz: ¡Nunca más un presidente lector y una culta dama!
Y no es que la cultura estorbe y traiga en automático estatizaciones de la banca, desastres en la macroeconomía, hiperinflación, sino que no es imprescindible. Las lecturas, como los viajes, abren el panorama y pueden ser importantes en el bagaje de un presidente de México. Pero nos ha ido peor con éstos, quizá porque leen la literatura equivocada. López Portillo se declaraba admirador de Camilo José Cela… que a mí me tiene sin cuidado. Hubiera sido mejor si leyera esa maravilla de Tom Wolfe, La hoguera de las vanidades. Algo sacaría de esa fuga a tres voces o más bien a tres universos trenzados con maestría.
Era niño en Guadalajara cuando leí en el diario que recibía mi padre que Novo tenía otra pieza de teatro llamada: Yocasta o casi. Como mi padre me había regalado las obras completas en tres tomos de los tres mayores trágicos griegos, sabía que Yocasta era la madre y luego esposa de Edipo, quien al tratar de huir del oráculo consigue que se cumpla. Tardé unos 30 años y “me cayó el veinte”. Era un juego de palabras de Novo: una buena jotería. Soy lento.
Debí tener un empujón que me diera la clave: fuimos a cenar un grupo de amigos entre los que iba una atractiva mujer con dos hijos adolescentes y guapos. El menor se le recostó en un hombro, como San Juan a Cristo, o en el escote más bien, pronunciado porque fue un verano parisino con calor acapulqueño. Con sonrisa cómplice, exclamé: Ay, Yocasta. A lo que mi amiga respondió: Yo… ¿casta? Un par de años o más fueron todavía necesarios para que entendiera el título de Novo.
Carlos Fuentes. Hace ya muchos años dejé de leer a Carlos Fuentes: fui cayendo en cuenta de que sus libros no estaban escritos para mí ni para ningún mexicano. El autor tenía en mente a sus lectores en Francia, EU, Suecia o Japón. Lo sentía en las constantes “notas a pie de página” que no estaban a pie de página, sino subidas al texto, para informar al lector qué era un mariachi o que el mole lleva chocolate. Hice lo que mi amiga Ángeles Mastretta cuando se percató de que un visitante no iba a verla a ella ni se dirigía a ella: discretamente se fue a dormir. Me permito mencionarlo porque leyó la anécdota en público.
En El espejo enterrado, serie de tv que muchos nos perdimos, Carlos Fuentes atribuye a Cristóbal Colón la idea del “buen salvaje”, que muchos creíamos de Rousseau, casi 300 años posterior. Creo que puedo dejar que el espejo siga enterrado. Lo mejor es el bonito pantalón de lino que viste Fuentes en una hermosísima playa. Pero también tengo uno. Y es Zegna.
(¿recuerdas cuál fue la última novela que leíste de Carlos Fuentes? "La cabeza de la hidra", un libro solemne y mamón en que su autor hace alarde de ingenio y erudición y de aburrimiento; al cerrar la última página de propusiste no volver a leer nada. ¿recuerdas la última vez que abandonaste el teatro antes que terminara una representación? Fue en el Festival Cervantino de Guanajuato, cuando un grupo extranjero interpretaba "Orquídeas a la luz de la luna", media sala lució vacía antes de transcurrida una hora; luego te enteraste que la compañía había prohibido abandonar el teatro antes de terminar la representación pues el ruido y las deserciones en cascada perturbaban el tempo escénico. Nota "De cultas damas" de Luis González de Alba en Milenio on line.)