Sabemos lo que algunos ganadores del Nobel de Literatura hicieron con el dinero del premio. Yeats se compró una jaula de oro para los cincuenta canarios que tenía en su estudio y luego invirtió el dinero en valores seguros de Bolsa. García Márquez metió el dinero en un banco suizo. Samuel Beckett -cuya mujer exclamó «¡Qué catástrofe!» al oír la noticia del premio- destinó el dinero a obras de beneficencia y a ayudar a escritores necesitados, en especial a Djuna Barnes, que por entonces vivía en la miseria en un apartamento de Greenwich Village, y al joven y casi desconocido B. S. Johnson. De Cela sabemos que se compró una casa en Guadalajara, y de otros escritores podemos imaginar que se compraron casas en otros sitios: en París, en Nueva York, o quizá en Venecia o en la Costa Azul.
Hasta ahora parecía que Beckett había sido el único ganador que dedicó el dinero a ayudar a otros escritores. Pero justo ahora, cuando se cumple un año de la muerte de Wislawa Szymborska, se ha sabido que la poeta polaca también donó una parte importante del dinero del Nobel, que ganó en 1996, a ayudar a otros escritores en apuros.
Primero se compró un piso con ascensor en el mismo barrio de Cracovia donde vivía, ya que antes había vivido en un cuarto piso sin ascensor. Y luego le pidió a su secretario que fuera donando el dinero restante a la gente del mundillo literario: poetas, traductores, revistas literarias o incluso editores en crisis (será mejor no imaginar los candidatos que tendría ahora ese dinero en España). La única condición que puso Szymborska fue que todo debía hacerse en secreto. Si algo le disgustaba, era que la tomaran por una especie de «hada madrina» que se podía permitir el lujo de ayudar a los demás. Y si algo le disgustaba -podemos añadir nosotros- es que todo el mundo hablara de ella como una persona «comprometida» o «solidaria».
Todo esto lo ha revelado el joven poeta Michal Rusinek, que fue secretario de Szymborska y ahora preside la fundación que lleva su nombre. Parece ser que Szymborska eligió a Rusinek por su sentido del humor, ya que la poeta no soportaba convivir con nadie que no lo tuviera.
El trabajo de Rusinek consistía en declinar muy educadamente todas las ofertas de viajes y de entrevistas, ya que la poeta odiaba moverse de su ciudad. Por suerte, Rusinek logró convencer a Szymborska para que se dejara entrevistar en unas pocas ocasiones, y gracias a ello hemos podido leer sus opiniones, que están a la altura de sus maravillosas reseñas de libros recogidas en «Lecturas no obligatorias» (Alfabia). «Ya viajaré cuando sea más joven», solía decir al rechazar una invitación. O bien: «Cuando escribo siempre tengo la impresión de que alguien está detrás de mí haciendo muecas. Por eso huyo, todo lo que puedo, de las grandes palabras».
Es bueno saber que Szymborska también supo huir de las grandes palabras cuando quiso ayudar a sus colegas en apuros. Y que lo hiciera sin muecas ni gestos grandilocuentes, como tantos y tantos actores mediocres gesticulando en un escenario.
(nota de Eduardo Jordá copiada y pegada del sitio "abc".)
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