El cine de Quentin Tarantino constituye una mirada acerca de la
violencia; es una obviedad. Desde Perros de la calle (1992), su
filmografía acumula despliegues de fuerza y situaciones de
enfrentamiento que desembocan en imágenes por demás explícitas,
diseñadas para potenciar y magnificar su impacto sobre el público (como
se advierte, por ejemplo, en el deleite con que en Django sin cadenas ,
su nuevo filme, cada bala arranca del cuerpo que la recibe no sólo una
cuantiosa ráfaga de sangre sino tejidos, fragmentos de hueso y hasta
quizás una libra de carne, que saltan por los aires con vertiginoso
frenesí). Según los espectadores, este impacto va de la perturbación y
la inquietud al disfrute entusiasta ante lo abigarrado e hiperbólico del
modo en que se muestra, ya que concretamente se trata, en todas y cada
una de sus películas, de la violencia como espectáculo; vale decir, como
algo que se ofrece a la mirada, algo que ocurre para ser visto. Aún en
aquellas escenas donde se ve a dos personajes “a solas”, la situación
adquiere ribetes de escenificación y juego, casi como si la violencia,
en el universo de Tarantino, fuera una práctica directamente ligada no
tanto a su efecto concreto (el golpe, el disparo) como a una puesta en
escena de condiciones de poder.
En realidad, en su cine coexisten, si bien de manera prácticamente indiferenciada en cuanto a sus modos –lo que no deja de ser, de por sí, muy significativo–, dos tipos radicalmente distintos de violencia: una que se ejerce como manifestación de una situación de asimetría y desequilibrio de poder (vale decir, un mecanismo de opresión) y otra que se ofrece como vía para la autoafirmación, la liberación o cuanto menos la redención, la mayoría de las veces bajo el signo de la venganza. Desde esta perspectiva es posible entender la insistencia en las escenas de tortura, sojuzgamiento y dominación: el policía atormentado por Michael Madsen en Perros de la calle , el extraño sótano de la tienda de antigüedades en el que Bruce Willis y un traficante caen en manos de un extraño par de aficionados al sadomasoquismo en Tiempos violentos (1994) o los “castigos” que la banda comandada por Brad Pitt inflige a los nazis en Bastardos sin gloria (2009). Estas escenas de atadura y sujeción física ofrecen una imagen directa y sencilla –tal vez, sí, demasiado sencilla– de un desequilibrio de poder que en cualquier momento, a pesar de lo desesperada que parezca la situación, puede revertirse, como queda demostrado hasta el paroxismo en los dos volúmenes hasta ahora existentes de Kill Bill (2003 y 2004, existe una tercera parte anunciada para 2014).
No obstante, es posible afirmar que en Tarantino el tema es tanto la violencia como su representación, de allí su interés por reconstruir, refuncionalizar y reutilizar, por medio de la cita, el homenaje e incluso el “robo”, todo el cine anterior que abordara de manera explícita el mismo tema, en particular los géneros menos serios –“berretas” si se quiere–, en los que la violencia, por su falta de aspiraciones, queda reducida a mero juego formal y visual, reelaborados aquí desde una perspectiva a un mismo tiempo irónica y nostálgica.
En parte, este proyecto llega a su saturación y agotamiento con A prueba de muerte (2007), cuya falta de ideas, más allá de la arqueología sobre los materiales y procedimientos de un conjunto de géneros comerciales de los 70, la condenó no sólo a la vacuidad sino también a lo que tal vez constituya el peor de los pecados en el sistema Tarantino: el más completo aburrimiento.
Se produce entonces, con Bastardos sin gloria , un salto o al menos un ajuste de la propuesta: la introducción de lo histórico –en este caso, la Segunda Guerra Mundial y el nazismo– lastra de mayor peso, contexto y densidad a ese mismo estudio de la violencia y su representación, aun si la perspectiva continúa siendo la del más desembozado espectáculo-entretenimiento. De hecho, el peso de lo histórico-político sirve al director para poner en tela de juicio esa perspectiva, en una de las mejores escenas de toda su obra: la proyección privada del filme de propaganda sobre la dudosa proeza de un soldado alemán.
La decisión de que esa película tenga características similares a las de su propio cine y que quienes se rían y disfruten de ese despliegue de gore inverosímil no sean otros que los miembros del partido nazi y el propio Hitler, pone en entredicho el carácter puramente lúdico y catártico de la violencia como espectáculo, o, cuanto menos, se pregunta por las condiciones de las sociedades en que tiene origen.
Django sin cadenas retoma este punto de partida en varios sentidos, ahora sobre el tema de la esclavitud en el sur de Estados Unidos. Dos puntos, entre muchos, señalan de manera explícita esa continuidad: la insistencia en trabajar sobre los distintos elementos del spaghetti western italiano ( Bastardos sin gloria fue, de hecho, el título bajo el cual se estrenó en Estados Unidos Aquel maldito tren blindado , de Enzo Castellari) y en particular la presencia del actor austríaco Christoph Waltz, que en la anterior interpretaba al “cazador de judíos” Hans Landa. Más curioso aún: aquí Waltz interpreta al doctor King Schultz, un dentista transformado en cazarrecompensas; vale decir, otra vez, una persona que caza personas.
Orígenes de la nación
Lo que propone Tarantino es, en principio, interesante: aplicar los modos de contar el “Lejano Oeste” al “Sur originario”, donde tuviera lugar, según la propia tradición cinematográfica, el nacimiento de la nación. Lo audaz de esta idea reside en que en el mito de origen de la gran nación del Norte, mientras que el Oeste es la conquista sangrienta (pero necesaria), el Sur es aceptado como el espacio civilizatorio y elegante. Aquí el gran director de la violencia invierte los términos, sugiriendo que las prácticas que luego habrían de extenderse hacia los pueblos originarios existían ya en una etapa “precedente”.
Sin embargo, a diferencia de lo que ocurría en Bastardos sin gloria , Tarantino decide prescindir de cualquier referencia histórica concreta, y por el contrario reforzar –casi como un retroceso– la relación con la cita, el homenaje y la reescritura, como demuestra de manera palmaria la jocosa aparición del actor italiano Franco Nero (quien interpretara el personaje de Django en las películas italianas originales). Tal vez por ello, aun en sus momentos más tensos, Django nunca deja de ser “divertida”.
Para garantizar este carácter inocuo, aquí el “villano” interpretado por Di Caprio está lejos de la seducción de Landa, y el gran oportunista, el viejo esclavo interpretado por Samuel L. Jacskon, es mirado sin el más mínimo atisbo de piedad. De hecho, mientras que Landa, el cazador de personas del nazismo era siniestro pero carismático, el Dr. Schultz, cazador de personas de los orígenes de la nación, es carismático y “bondadoso”.
El propio Tarantino señaló, en una entrevista, que no se proponía incomodar a los espectadores blancos, sino que estos se identificaran con el héroe negro. Probablemente allí radiquen los mayores obstáculos de Django sin cadenas para alcanzar los niveles de excelencia de Bastardos sin gloria .
(ensayo de Hugo Salas, copiado y pegado del sitio "revistañ", Clarín. Es cierto, la última de Tarantino es como el eslógan de los Klínex: úsese y tírese, pues parece un homenaje a Barack Obama.)
En realidad, en su cine coexisten, si bien de manera prácticamente indiferenciada en cuanto a sus modos –lo que no deja de ser, de por sí, muy significativo–, dos tipos radicalmente distintos de violencia: una que se ejerce como manifestación de una situación de asimetría y desequilibrio de poder (vale decir, un mecanismo de opresión) y otra que se ofrece como vía para la autoafirmación, la liberación o cuanto menos la redención, la mayoría de las veces bajo el signo de la venganza. Desde esta perspectiva es posible entender la insistencia en las escenas de tortura, sojuzgamiento y dominación: el policía atormentado por Michael Madsen en Perros de la calle , el extraño sótano de la tienda de antigüedades en el que Bruce Willis y un traficante caen en manos de un extraño par de aficionados al sadomasoquismo en Tiempos violentos (1994) o los “castigos” que la banda comandada por Brad Pitt inflige a los nazis en Bastardos sin gloria (2009). Estas escenas de atadura y sujeción física ofrecen una imagen directa y sencilla –tal vez, sí, demasiado sencilla– de un desequilibrio de poder que en cualquier momento, a pesar de lo desesperada que parezca la situación, puede revertirse, como queda demostrado hasta el paroxismo en los dos volúmenes hasta ahora existentes de Kill Bill (2003 y 2004, existe una tercera parte anunciada para 2014).
No obstante, es posible afirmar que en Tarantino el tema es tanto la violencia como su representación, de allí su interés por reconstruir, refuncionalizar y reutilizar, por medio de la cita, el homenaje e incluso el “robo”, todo el cine anterior que abordara de manera explícita el mismo tema, en particular los géneros menos serios –“berretas” si se quiere–, en los que la violencia, por su falta de aspiraciones, queda reducida a mero juego formal y visual, reelaborados aquí desde una perspectiva a un mismo tiempo irónica y nostálgica.
En parte, este proyecto llega a su saturación y agotamiento con A prueba de muerte (2007), cuya falta de ideas, más allá de la arqueología sobre los materiales y procedimientos de un conjunto de géneros comerciales de los 70, la condenó no sólo a la vacuidad sino también a lo que tal vez constituya el peor de los pecados en el sistema Tarantino: el más completo aburrimiento.
Se produce entonces, con Bastardos sin gloria , un salto o al menos un ajuste de la propuesta: la introducción de lo histórico –en este caso, la Segunda Guerra Mundial y el nazismo– lastra de mayor peso, contexto y densidad a ese mismo estudio de la violencia y su representación, aun si la perspectiva continúa siendo la del más desembozado espectáculo-entretenimiento. De hecho, el peso de lo histórico-político sirve al director para poner en tela de juicio esa perspectiva, en una de las mejores escenas de toda su obra: la proyección privada del filme de propaganda sobre la dudosa proeza de un soldado alemán.
La decisión de que esa película tenga características similares a las de su propio cine y que quienes se rían y disfruten de ese despliegue de gore inverosímil no sean otros que los miembros del partido nazi y el propio Hitler, pone en entredicho el carácter puramente lúdico y catártico de la violencia como espectáculo, o, cuanto menos, se pregunta por las condiciones de las sociedades en que tiene origen.
Django sin cadenas retoma este punto de partida en varios sentidos, ahora sobre el tema de la esclavitud en el sur de Estados Unidos. Dos puntos, entre muchos, señalan de manera explícita esa continuidad: la insistencia en trabajar sobre los distintos elementos del spaghetti western italiano ( Bastardos sin gloria fue, de hecho, el título bajo el cual se estrenó en Estados Unidos Aquel maldito tren blindado , de Enzo Castellari) y en particular la presencia del actor austríaco Christoph Waltz, que en la anterior interpretaba al “cazador de judíos” Hans Landa. Más curioso aún: aquí Waltz interpreta al doctor King Schultz, un dentista transformado en cazarrecompensas; vale decir, otra vez, una persona que caza personas.
Orígenes de la nación
Lo que propone Tarantino es, en principio, interesante: aplicar los modos de contar el “Lejano Oeste” al “Sur originario”, donde tuviera lugar, según la propia tradición cinematográfica, el nacimiento de la nación. Lo audaz de esta idea reside en que en el mito de origen de la gran nación del Norte, mientras que el Oeste es la conquista sangrienta (pero necesaria), el Sur es aceptado como el espacio civilizatorio y elegante. Aquí el gran director de la violencia invierte los términos, sugiriendo que las prácticas que luego habrían de extenderse hacia los pueblos originarios existían ya en una etapa “precedente”.
Sin embargo, a diferencia de lo que ocurría en Bastardos sin gloria , Tarantino decide prescindir de cualquier referencia histórica concreta, y por el contrario reforzar –casi como un retroceso– la relación con la cita, el homenaje y la reescritura, como demuestra de manera palmaria la jocosa aparición del actor italiano Franco Nero (quien interpretara el personaje de Django en las películas italianas originales). Tal vez por ello, aun en sus momentos más tensos, Django nunca deja de ser “divertida”.
Para garantizar este carácter inocuo, aquí el “villano” interpretado por Di Caprio está lejos de la seducción de Landa, y el gran oportunista, el viejo esclavo interpretado por Samuel L. Jacskon, es mirado sin el más mínimo atisbo de piedad. De hecho, mientras que Landa, el cazador de personas del nazismo era siniestro pero carismático, el Dr. Schultz, cazador de personas de los orígenes de la nación, es carismático y “bondadoso”.
El propio Tarantino señaló, en una entrevista, que no se proponía incomodar a los espectadores blancos, sino que estos se identificaran con el héroe negro. Probablemente allí radiquen los mayores obstáculos de Django sin cadenas para alcanzar los niveles de excelencia de Bastardos sin gloria .
(ensayo de Hugo Salas, copiado y pegado del sitio "revistañ", Clarín. Es cierto, la última de Tarantino es como el eslógan de los Klínex: úsese y tírese, pues parece un homenaje a Barack Obama.)
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