Caminantes
por Jorge Consiglio
Cuando se va la luz, todos los seres vivos hacen algún ruido. El verano
pasado, pasé dos meses en Lobos. Alquilé una casa chica con un jardín adelante.
Me había organizado una rutina. A las siete de la tarde, iba hasta la laguna. Un
personaje de Canetti dice que los atardeceres en soledad son el mejor antídoto
contra el desencanto. La laguna parece infinita. Me tiraba debajo de una
higuera. Miraba el agua un buen rato. El crepúsculo avanzaba lento. Y esa
transición era de los animales. Producían un sonido insólito. Los imaginaba, en
la oscuridad, ocupados en crujir. Fritos en la espesura acústica. Laboriosos.
Organizados con la noche.
A la mañana, trabajaba desde las nueve hasta la una. Me sentaba en una
galería que daba a la calle. Usaba una mesita baja y una silla de esterillas.
Seleccionaba textos para una antología que nunca se editó. Si levantaba la
vista, veía una de las calles menos transitadas del pueblo. Era un ancho sendero
de tierra seca. Unos minutos después de las once, pasaba un hombre de a pie. Era
un tipo con barba y pelo espeso y tupido. Llevaba puesta una camisa de trabajo,
un jean cortado y un par de alpargatas. De la mano derecha, le colgaba una bolsa
de red. Iba al almacén, un galpón fresco que quedaba a dos cuadras. Cuando
volvía la bolsa estaba cargada: vino, pan y alguna otra cosa. Cumplía con ese
menester todos los días, pero el recorrido no se había convertido en rutina. Ese
hombre era, de verdad, un caminante. Me di cuenta no bien lo vi. Se movía calmo,
como sin rumbo. Cada paso esmaltado por la curiosidad. Andaba tranquilo.
Conforme con su asombro, siempre flamante como el deseo. Para su mirada, los
dibujos del aire multiplicaban su enigma. Ese tipo, con su bolsita de hacer las
compras, había internalizado el planteo de Jacob Burckhardt y actuaba en
consecuencia: se fugaba de las ruedas de la gran maquinaria del mundo y le
daba a su existencia una consagración propia y noble.
En este sentido, me hizo acordar a Robert Walser, quien, en algún punto,
caminaba como escribía. Atento y dispuesto a interactuar con el flujo de la
realidad. Una de sus novelas, El paseo, comienza con el siguiente
párrafo: “Declaro que una hermosa mañana, ya no sé exactamente a qué hora, como
me vino en gana dar un paseo, me planté el sombrero en la cabeza, abandoné el
cuarto de los escritos y de los espíritus, y bajé la escalera para salir a buen
paso a la calle”. En el texto se narra lo que el paseante ve. Traduce el impacto
de lo real en la imaginación del poeta. Un poeta que cuenta con el tiempo del
que anda a pie; del que puede detenerse y contemplar; del que circula al margen
del tránsito, excluido de su lógica.
La sintaxis del que camina cuenta con la disciplina de la pausa, con la
disposición del que respira con sosiego, por eso se lleva bien con la
introspección. El que anda a pie mira su entorno y en el espejo de las cosas
encuentra su propia imagen. Uno de los personajes de Walser dice que observar el
mundo implica observase a sí mismo. Hay una cuestión compleja en la mirada:
nunca es unidireccional. En Las composiciones de Fritz Kocher, un
pintor sale a caminar por un bosque, se detienen en medio de la foresta y
contempla, pero se siente mirado por los árboles. Y esta reciprocidad natural le
revela su propio perfil.
Las caminatas signaron hasta los últimos instantes de la vida del poeta. Carl
Seelig, quien fuera su editor, lo visitó en el sanatorio y hogar cantonal de
Appenzell-Ausserhoden, en Herisau. En ese lugar, Walser estuvo internado en
calidad de enfermo mental desde junio de 1933. Seelig lo visitaba cada tanto.
Salían a dar largas caminatas. Iban hasta otros pueblos. Hablaban. Comían.
Tomaban vino en las tabernas. Con esas vivencias, Seelig escribió un libro
entrañable: Paseos con Robert Walser.
El 25 de diciembre de 1956, el poeta decide salir a caminar. Acaba de
almorzar. Está un poco pesado, pero piensa que moverse será saludable. Es cauto:
anda despacio sobre la nieve. Viste ropa de abrigo. Deambula por los caminos que
conoce bien. La ruta presenta un leve ascenso, nada que no pueda afrontar un
hombre como él; sin embargo, esta vez, le pesan las piernas. Siente una molestia
en el pecho, un ardor. Quisiera tomar el aire que le ofrece el día, pero no lo
consigue. Sus pulmones están cerrados. Cae de rodillas. Unos segundos después,
está acostado sobre la nieve. Su sombrero rodó unos metros. El dolor es cada vez
más intenso: lo asfixia. Mira de cerca las irregularidades del terreno. Un grupo
de chicos lo encontrará dentro de unas horas. Estará con los ojos abiertos,
fijos en la nieve traslúcida.
(texto reproducido del sitio "eterna cadencia".)
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