lunes, 5 de marzo de 2012

Samuel Noyola (1965- ? )

¿Sabes quién soy?


Conocí a Samuel Noyola en septiembre de 2005, en la Casa Refugio Citlaltépetl, a donde llegué para solicitar un espacio para la presentación de mi primer poemario. Esperaba que me recibieran cuando se me acercó el poeta. Con olor a alcohol, voz grave y tono norteño, me dijo:
—Soy Samuel Noyola, ¿sabes quién soy?
—No —respondí un poco asustada.
—Presento mi libro en dos semanas, ¿vienes? —preguntó extendiéndome la invitación donde destacaba el título Tequila con calavera, reeditado por Conaculta.
La impresión que me dejó fue de miedo. El editor y escritor Édgar Krauss, dueño de la librería de la Casa Refugio, me explicó quién era Noyola, me habló de su poesía y me pidió —inusitadamente— que lo acompañara en la mesa de la presentación de su libro. Llegué ese día con mi texto. Éramos alrededor de veinte personas y Samuel leyó sus poemas con fuerza y devoción.
No pasó ni una semana cuando recibí una llamada suya en Contacto, una revista de negocios donde yo trabajaba.

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Las charlas con él fueron pocas pero sustanciales. Desaparecía con frecuencia, como lo saben sus amigos y conocidos. Un día me llamó de casa de su hermana, desde el Ajusco. Me dijo que había dejado de tomar definitivamente y que su mejor compañía era Sami, el perrito que vivía con ellos.
“Tengo nuevos poemas, quiero terminar un libro”, dijo entusiasmado.
Quedamos de vernos en el Starbucks de Coyoacán, un viernes de julio de 2006, a las cinco de la tarde. Llegó con un aspecto muy diferente al habitual: su ropa era nueva y pidió un té negro.
Samuel hablaba fuerte, por lo que de las mesas vecinas volteaban con insistencia. Me contó de la publicación de uno de sus primeros libros de poesía en Monterrey, de cómo fue sacado alguna vez de la mesa de redacción de la revista Vuelta e incluso de la ocasión cuando, en Madrid, despertó a Octavio Paz de madrugada para pedirle un poco de dinero.
Al terminar la breve charla, en un fólder azul me entregó cinco poemas que acababa de terminar. Me llamó al día siguiente para saber qué pensaba del texto dedicado a Sami. No me dio tiempo de contestarle: enseguida comenzó a hablar del perro y de la felicidad que le provocaba verlo al entrar a su casa.
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La última vez que vi a Samuel fue en una inesperada visita que hizo a las oficinas de Contacto. Una mañana llegó preguntando por el editor, Luis López, a quien conocía. Era muy temprano y no había llegado ni la recepcionista, pero sí el director general, un señor alto y robusto. Él le abrió la puerta.
—Usted debe ser el mero-mero aquí, ¿no? —le dijo Samuel al observar su aspecto.
—Sí —respondió el director.
—Estoy buscando a Luis.
—No está.
—Lo espero... ¿Sabía que ésta es la nueva moda en Londres? Mañana vuelo para allá.
El poeta señalaba una corbata que traía de cinturón. Llegué antes que Luis. Al verme me pidió cien pesos, me habló de su viaje a Londres, donde se hospedaría con una amiga. Me dijo que deseaba que tradujeran su poesía, y que tal vez nunca volvería.


(Viví en la avenida Ámsterdam hasta febrero de 1986, ahí estaba en una ocasión Álvaro Quijano, un poeta joven, de corbata y sano -si eso es posible-; recuerdo que un joven empleado de un negocio de reparación de máquinas de escribir, llegó y me pidió que le cuidara un pajarito, posado sobre un tronco, mientras iba al centro de la ciudad a comprar una refacción: "No le vayas a dar mariguana", me recomendó el vecino. Cuando se fue a Álvaro le dio risa la petición, "qué cosas tan raras pasan en tu casa", me dijo el poeta pues el pajarito posado en el trozo de madera no volaba. Pasaron los años y supe, ya viviendo en Gómez Palacio, Durango, que Quijano había "desaparecido" en Cuernavaca. Pasarían más años todavía para enterarme que otro amigo poeta, Darío Galicia, también se había esfumado... Crónica de Alicia Quiñones tomada tal cual del suplemento cultural "Laberinto".)