“La pasión del público por la justicia me resulta aburrida y artificial, ya que ni a la vida ni a la naturaleza les afecta si la justicia se lleva a cabo o no.” La idea, que tal vez ya no escandalice a nadie, resultaba más polémica para la inestable sociedad estadounidense de 1966, cuando se publicó por primera vez Suspenso, breve ensayo didáctico en el que Patricia Highsmith discurre sobre la práctica de tramar y escribir novelas y relatos de género. Más osada y punzante, sin embargo, resuena todavía hoy al doblar la apuesta: “El público, o al menos el público en general, quiere asistir al triunfo de la ley, aunque al mismo tiempo le guste la brutalidad. No obstante, la brutalidad debe pertenecer al bando de los buenos. Los héroes-detectives pueden ser brutales, carecer de escrúpulos sexuales, pegarles puntapiés a las mujeres y seguir siendo populares porque, se supone, andan tras algo mucho peor que ellos mismos”.
El párrafo desbarata, contundente, la consabida idea de que la literatura o el universo creados por la genial tejana es uno de sesgo amoral. Como puede verse, Highsmith descree de la oposición entre buenos y malos, y de la ley que los constituye como tales, pero no por ello considera menos condenable eso que llama aquí “brutalidad”. A quien lo crea tan sólo un prurito estético –la autora rechazaría la brutalidad por “desagradable”–, una relectura atenta de la cita le permitirá advertir que lejos de una cuestión de gustos, como resulta evidente en el “mucho peor que ellos mismos”, se trata aquí de lo repudiable en un sentido visceral, de lo correcto y lo incorrecto… en suma, de una cuestión moral.
¿Por qué entonces abundan en su literatura los criminales que se salen con la suya, una mirada nada condenatoria, más bien entretenida, de los asesinos, por qué la renuencia al castigo, acompañada casi siempre de muy poca simpatía por los agentes de la ley y el orden? ¿Acaso no caen también sus antihéroes en la “brutalidad”? La vieja lectora de Conrad, Kierkegaard y Dostoievski nos dedicaría una mirada de sorna. Lo condenable, si se lee con atención la cita, no es meramente la violencia; al fin y al cabo –diría encogiéndose de hombros– la naturaleza está llena de eso. El problema son las infinitesimales formas de violencia y maltrato aceptadas en la sociedad, incluso por la justicia, a punto tal que se nos han vuelto invisibles, naturales, primitivas, brutales.
De allí la solidaridad con Víctor, el inolvidable matricidaniño de “La tortuga de agua dulce”. Sólo esta comprensión del dolor agazapado en las condiciones de existencia normales permite desarrollar un personaje como el de Odile Masaratti, protagonista de “El mes más cruel”. Al comenzar el relato, prejuzgamos que se trata de una solterona un poco chiflada, un poco idiota (la ironía en boga no vacilaría en despacharla sin piedad), que se da ínfulas torturando a célebres escritores con una andanada de correspondencia indeseada; al terminar, sin dejar de reconocer la cuota de verdad presente en todo lo anterior, nos embarga una enorme tristeza por esa mujercita que, por el solo hecho de haber nacido donde ha nacido, haber tenido su vida y no otra, haberle tocado ser ella, en suma, ha llegado, desfigurada, a descubrir que “la vida no era otra cosa que un intento de conseguir algo, seguido siempre de desilusión, y la gente seguía adelante, hacía lo que tenía que hacer, servía… ¿a qué?”
Su simpatía se vuelve en múltiples ocasiones una cuestión estrictamente de clase, como es palmario en la construcción de su héroe más famoso, el advenedizo Tom Ripley, ni más ni menos que un joven que anhela llevar una existencia artística vedada por su condición de nacimiento. Los actos de violencia de estos personajes, lejos de la brutalidad, son estallidos lógicos, aunque incomprensibles para ellos, en contra de un estado de cosas que resulta fundamentalmente injusto, y el nerviosismo eléctrico y constante de la prosa advierte, tras la máscara de control que le presta el manejo dúctil de la trama, el malestar en la cultura. Por si fuera poco, en la mirada desencantada de Highsmith el acto violento no necesariamente modifica para bien o mal las condiciones de vida, ni siquiera llama la atención; muchas veces –peor aún– todo sigue más o menos igual que en un rotundo siempre.
En ese desprecio de la ley social a partir del reconocimiento del dolor como principio moral absoluto, más allá incluso del deseo, es posible reconocer la huella de los chismes biográficos más ventilados sobre ella (el alcoholismo, la experiencia lésbica en una sociedad represiva), como así también la fuente de su supuesta misantropía. Más interesante, sin embargo, resulta recobrar a partir de este fastidio una faceta silenciada por sus “defensores”, en el marco de una polémica ya casi inexistente: su condición de trabajadora de la escritura. Patricia Highsmith no oculta, ni en su breve ensayo ni mucho menos en su obra, la intención de ganarse la vida escribiendo, de sortear un destino gris, anodino, insoportable, mediante el astuto ejercicio de una actividad que no necesariamente se somete a los códigos de la ley. Para ello, siendo una muchachita nacida en Texas, criada por sus abuelos, era necesario producir acorde con las necesidades del mercado, y haciendo de la necesidad virtud, hoy una de las características más deslumbrantes de su prosa resulta esa capacidad de llevar adelante con sinuoso paso de gato un proyecto literario –contrabandearlo si se quiere– dentro de la literatura industrial, sin necesidad alguna de sobreactuar con estridencia (antes bien, lo contrario) este accionar delictivo, al igual que los caracoles, una vez que ya no sirven de escudo, terminan capturando en su interior todo el mar.
(nota de Hugo Salas, Radar/Página12, tomada de "Elmalpensante", revista on line.)