miércoles, 7 de marzo de 2012

Eugenio Montejo y la Orinoquia

Eugenio Montejo (Caracas 1938-2008), al escribir sobre dos artistas venezolanos, Jesús Soto y Alirio Palacios, reclamó a la crítica el haber dejado de lado su pertenencia a una región específica de la rica variedad geográfíca de su país: la Orinoquia, con su alta nubosidad y su feracidad incontenible. Con sus petroglifos y su cestería indígena de formas geométricas precisas y su correspondencia mítica. Con sus deltas infinitos.

Aunque nacido en Caracas, la urbe de la modernización desaforada, Montejo tendrá vivo, en todo momento, un sentimiento del espacio y una interiorización del mismo que ve manifestarse en ese contrapunto que modela muchos de sus más logrados poemas: rural-urbano. Como aquel titulado “Pueblo en el polvo”:

Estas calles oblicuas dan al polvo,

estas casas sin nadie se disuelven

en áspera intemperie

y piedras de sombra.


Para concluir:

Por los solares juegan unos niños

en sus coros de ausencia.

Juegan a que están vivos todavía,

a que nunca se fueron.

Este citadino carga consigo pertenencias arquetípicas, donde se funden lo humano y lo animal en perfecta armonía, como al decir:

Aquel caballo que mi padre era

y que después no fue, ¿por dónde­ ­

/se halla?

Pérdida, lejanía y el sorpresivo canto del gallo entre los rascacielos, o la música que trae consigo un tordo. Ríos y garzas se fijan inmóviles en sus versos como si el llano todo se hubiese tornado metafísico. Pero es el trópico, el trópico absoluto, “este sol de mi país que tanto quema”, el que hará de árboles y palmeras, de playas y de islas, su territorio germinal, de incandescente luz pura, como en los cuadros de Armando Reverón.

Donde la vida nos madruga

y hay que salir a galopar hasta

/alcanzarla.


Se da allá la perpetua tensión utópica que tiene a Manoa como concreto espejismo, la cual, como aclara, “no es un lugar sino un sentimiento”.

Manoa es la otra luz del horizonte,

quien sueña puede divisarla en su

/camino,

pero quien ama ya llegó, ya vive en

/ella.

Este poeta culto y reflexivo, quien escribió sobre Valéry y Pessoa, sobre Juan de Mairena, y quien amaba las ciudades periféricas como Buenos Aires y Lisboa, había asimilado a cabalidad una tradición quizás más libérrima e igualmente impregnada por ese diálogo entre la conciencia y los astros, en medio de un espacio insondable. La del coloquio entre vivos y muertos. La de Vicente Gerbasi y su pueblo, Canoabo, marcado por la inmigración desde Europa, hasta el jardín lleno de milagros donde en medio de la atafagada Caracas Juan Sánchez Peláez veía fugaces musas deleitosas, mientras citaba a André Breton o Ezra Pound. De ahí provendría una imagen también recurrente de Montejo donde el poeta, al lado de su lámpara encendida, amplía la noche y percibe un aroma hondo e irresistible. Al hablar de los “Amantes” dirá:

Y era la tierra la que se amaba en

/ellos,

el oro nocturno de sus vueltas,

/la galaxia.


Por ello se debatía con el lenguaje, para lograr esa tersura meditativa, esos sagaces cambios de ritmo, en la perpetua búsqueda de la expresión propia. Sí, sus palabras detrás de las cuales queda el Atlántico, en su ir y venir de resinas y especies. De asumida pobreza:


Palmeras de lentos jadeos

giran al fondo de lo que hablamos,

sollozos en casa de barro

de nuestras pobres conversas,


como dirá al referirse a “Algunas palabras”. Esas mismas, pocas palabras, que le llevarán a preguntarse:


cuánta vida nos guarda la tierra

/todavía

cuando mañana se despierte.


Montejo había pasado por


Mi siglo, con sus guerras, sus

/posguerras

y su tambor de Hitler allá lejos

/entre sangre y abismo,

y le dijo adiós al siglo XX con una fe conmovedora, todavía, en la fuerza rigurosa de la poesía, él que era “miope, tardo, subjetivo”. Si bien se había compenetrado con su “terredad”, como la llamaba, anhelaba ser otro, estar entre los “dialectos de hielo” de Islandia o la nieve de Rotterdam, buscando su reverso, su antípoda, su otra cara, los ojos puestos en “Los aviones puros que se elevan/ hacia los aires altos del deseo”.

Porque como todo poeta maduro de melodiosa intimidad miraba su heterónimo, su fantasma, acompañándolo, sea en la gravitación anhelante del deseo, al decir, con otro nombre, el de Tomas Linden:

Yo suspiré de eternidad al verte,

cuerpo paradisial contra la muerte,

cuerpo donde Dios tanto se detuvo,


o al reconocerse como rezagado, mirándose a sí mismo, en los avatares de su propio entierro:


Por estas calles ya pasó mi entierro

con sus patéticos discursos.

Liviano me llevaban

entre parientes desconocidos.

[...]

El entierro, sin mí, prosiguió rumbo

por las penumbras suburbiales.

Lo voy siguiendo ahora desde lejos,

al paso de los años.

Así lo acompañamos, leyendo sus poemas, ya irremediablemente nuestros.


(Juan Gustavo Cobo Borda, "Adiós a Eugenio Montejo", tomado del blog Elmalpensante, no 88, julio 2008, on line. Se transcribe el link del blog "misalivatodolocura", con un poema del venezolano: http://misalivatodolocura.blogspot.com/2011/12/eugenio-montejo-1938-2008_15.html)