sábado, 17 de marzo de 2012

Francisco Tario (1911- 1977)

Adolfo Bioy Casares dijo alguna vez que, viejas como el miedo, las ficciones fantásticas son anteriores a las letras. Más cercano a nuestro tiempo, hubo sin duda un momento en el que lectores escépticos empezaron a distinguir entre las ficciones fantásticas y las reales. Las segundas tratan, con ostentativo cuidado, de evitar toda insinuación de fantasmas, licántropos y platos voladores; las primeras, más generosas, admiten que ningún hecho es, desde la perspectiva humana, enteramente comprensible y por lo tanto narran con igual precaución la supuesta locura de Hamlet y la misteriosa conducta del Doctor Hyde.

No toda literatura fantástica lo es de la misma manera. Por un lado, está aquella en la que es fantástico el mundo en el que transcurre la narración, pero no así los eventos mismos. Árboles azules y ríos de fuego pueden formar parte del paisaje, pero quienes allí viven deben plegarse implacablemente a las reglas físicas de estos elementos que, para ellos, no son insólitos. Así en el mundo de Alicia los animales hablan y los naipes están vivos, pero tanto estos como Alicia deben obedecer a la implacable lógica de su condición existencial. Por otro, hay una literatura fantástica en la que el mundo de los eventos narrados es tan real como el nuestro, salvo que en él ocurre algo (un desliz en el tiempo, un salto en el espacio, una inesperada metamorfosis) que lleva al lector a sospechar que, aunque existen explicaciones lógicas para lo ocurrido (el evento fue soñado, el protagonista estaba loco, hubo una inesperada coincidencia), sólo una explicación fantástica resulta satisfactoria. En castellano, hay pocos ejemplos exitosos del primer género (El exiliado de aquí y allá de Juan Goytisolo y Olvidado Rey Gudú de Ana María Matute, por ejemplo), y muchos del segundo (Borges y compañía).
Hay quizás una tercera versión de la literatura fantástica que combina lo mejor de ambas. Sus antepasados son las leyendas de Bécquer y los decorativos cuentos de Rubén Darío; sus más destacados artífices, Felisberto Hernández, Max Aub, Armonía Somers, Silvina Ocampo, Virgilio Piñera, Salvador Garmendia y el misterioso Francisco Tario, rescatado ahora por Atalanta, con un espléndido prefacio de Alejandro Toledo. Hijo de españoles, Tario nació en México en 1911, bajo el nombre de Francisco Peláez Vega. Eligió su seudónimo porque le gustaba su sonido, y también que su significado, en lengua tarasca, fuera “lugar de ídolos”. Fue pianista, portero del Club Asturias, gerente de tres cines en Acapulco, y escritor, aunque sin pertenecer a ningún cenáculo. Tras la muerte de su mujer, se instaló en Madrid, donde falleció unos quince años más tarde, en 1977. Sus libros incluyen novelas, cuentos y aforismos. Dijo que sus mayores fueron Kafka, Supervielle e Ionesco. Despreció la ciencia-ficción.
En los cuentos fantásticos de Tario lo imposible convive con lo rutinario, lo trágico se vuelve agriamente cómico, lo absurdo irremediablemente lógico. Sus protagonistas son objetos, animales, cosas indefinidas: un féretro enamorado de una jovencita en duelo, un barco que recuerda el ebrio de Rimbaud, una gallina vengadora, un perro fiel hasta la muerte, un traje gris con veleidades metafísicas, un antropófago convincente, un incestuoso y erudito soñador, un niño inocente y aterrador, una caterva de seres monstruosos o fantasmagóricos.
Gabriel García Márquez afirmó alguna vez que el relato de Tario La noche de Margaret Rose era uno de los mejores del siglo XX. Ciertamente es uno de los más extraños, con algo de las alucinaciones de Nerval y algo de las pesadillas de Poe, pero muchos de los otros no son menos buenos. Tario escribe con precisión clínica, sin que el lector tome conciencia de que el narrador está inventando, convenciéndolo, no de la verosimilitud sino de la verdad de lo que está contando. Algo insólito ocurre, algo extraordinario aparece, y de inmediato Tario banaliza el evento con muestras de razonable conducta y sentido común, desplazando así lo fantástico a los márgenes de la historia. Un ejemplo bastará. En el cuento ‘El mico’, la narradora describe su relación con una suerte de mono que descubre en su casa. De pronto, la criatura le alarga los brazos y le dice “mamá”. “Fue el comienzo de una nueva vida, de una rara experiencia que yo jamás había previsto, porque, a partir de aquella fecha, las cosas no fueron ya tan halagüeñas, y dondequiera que me hallara, en el instante más feliz del día, la dolorida palabra volvía a mí, oprimiéndome el corazón”.
Quizás la convicción que los cuentos de Tario despiertan en nosotros se deba a la calma y poética lógica que los gobierna. Cuando algo imposible ocurre en ellos, Tario apacigua nuestra falta de fe con un comentario banal, un detalle que vuelve lo inadmisible obvio. Ya en los antiguos bestiarios chinos se explicaba que una de las características principales del unicornio es su timidez, y que esa es la razón por la cual nadie ha podido observarlo.


(Hace poco, mientras hablaba con una maestra por teléfono en la noche, me dijo "Ya voy a colgar porque voy a contarles un cuento a mis niños para que se duerman", le sugerí que les contara un relato de Francisco Tario, a lo que respondió: "Usted cómo es gacho, Uriel". Le aclaré que era broma pues sabía que las criaturas se crisparían. Nota tomada del suplemento Babelia, de El País.)