viernes, 30 de marzo de 2012

Los periodistas no lloran

Desde 2007, mi trabajo como reportera mutó a la misma velocidad en la que cambió México, este adolorido país mío. Sin haber sido enviada al extranjero me convertí en corresponsal de guerra, cubriendo la guerra doméstica que comenzó en la frontera norte y ha ido extendiéndose como incendio hasta el centro y sur de este, mi país.

Era una periodista que cubría la (in)eficacia de los programas sociales destinados a los pobres pero la realidad me sacudió a mí como a muchos colegas que siempre nos habíamos prometido que nunca íbamos a cubrir noticias sobre narcotráfico pero, de pronto, ya estábamos en un pueblo donde una noche antes ocurrió una masacre, ya en una escena del crimen, ya en un velorio, ya intentando descifrar los crueles mensajes que los asesinos se envían a través de cuerpos decapitados, calcinados, encobijados, degollados, disueltos en ácido, torturados, masacrados. Improvisando la cobertura de la mejor manera que pudimos.
Así, varios empezamos a describir las desgracias de los pueblos pobres obligados al cultivo de amapola, la tragedia del juvenicidio, el drama de los pueblos exiliados por la violencia, las denuncias de los presos que fueron torturados para autoinculparse como sicarios, el aumento a las violaciones de los derechos humanos. A las redacciones no tardaron en llegar personas con fotos del familiar desaparecido por el ejército, la policía, los narcos o por causas desconocidas que después se convirtieron en multitud. Y así, sin preparación de por medio, comencé a cubrir los efectos de la violencia de estos años en los que nunca termino de sorprenderme.
Recorrí las calles de Ciudad Juárez –la ciudad más mortífera del mundo y el epicentro de la violencia– con un agente funerario al que acompañé en su recorrido, volando de escena del crimen en escena del crimen, mientras ofrecía sus servicios a los deudos de los jóvenes muertos a rafagazos . El negocio era muy competido. A su lado supe que la muerte era un buen negocio: hasta los músicos de las cantinas se alquilaban en las entradas de los panteones para ver si los contrataban para amenizar los frecuentes velorios.
El administrador del cementerio parecía ser el único personaje, dentro de la industria funeraria, que sufría. Explicaba que de tanta carroza fúnebre que llegaba con difuntos tenía que fungir como controlador aéreo que daba paso a un cortejo mientras hacía esperar a los otros, siempre con el miedo de que los difuntos no hubieran sido enemigos que se asesinaron en el mismo “evento”, para que sus familiares o amigos no se remataran al encontrarse allí.
Al menos tres veces la morgue se saturó. Varias veces los hospitales se quedaron sin sangre por tanto joven que llegaba rafagueado y que acababa todas las reservas.
Conocí a una niña de 7 años que me confió que no pidió nada a Santa Clós , consciente de que el anciano estaba siendo extorsionado, como todos en su ciudad. “Sé que le pidieron la cuota”, me dijo muy seria. La sonrisa se me quitó cuando me dijo que la directora de su escuela primaria renunció cuando la amenazaron con poner una bomba si los maestros no pagaban derecho de piso al cártel, y cuando se acordó de que las clases se suspendieron el día en que se llevaba a cabo el concurso sobre el Himno Nacional porque en la calle se desató la balacera.
Me enteré de la historia de un hombre que, molesto por tantos cadáveres que dejaban en el terreno baldío de enfrente a su casa, colocó un letrero: “Prohibido tirar cadáveres y basura”. Después él fue una de las víctimas mortales que cayeron en ese mismo lote que tanto cuidaba.
Platiqué con la directora de una organización social que se angustiaba por tanta matazón y por los huérfanos que quedaban desatendidos. Al año siguiente, cuando la visité para saber si ya había inaugurado los talleres de duelo para esos niños, me contó que su hijo era uno de ellos. Que en esa comezón asesina habían matado al hombre que era su padre.
Dos años después, en 2010, el gobierno local creó un fondo para atender a tanto niño y niña huérfano. Sólo en esa ciudad 10 mil personas, en cuatro años, han sido asesinadas. Acudí a los “Talleres de Duelo” organizados en distintas parroquias por mujeres que intentan hacer milagros para sanar corazones. La aspiración en que en 12 sesiones la familia pueda procesar tanto dolor y recuperar su vida. En una de esas clases vi a los niños huérfanos autorretratándose como un corazón tasajeado , herido a cuchillazos; como nubes llorosas en tormenta infinita; como volcanes a punto de explotar; como leones enfurecidos. En esos espacios se dan cuenta que hay muchos otros que perdieron a sus papás como ellos, que la violencia es generalizada.
Eso que describo no ocurre en todo México. Pero ha ocurrido en muchos pueblos, ciudades y estados enteros donde se libran las guerras con granadazos, bazukas, metralletas, por cárteles de la droga que se disputan las ‘plazas’ entre ellos y contra el ejército y la policía. La violencia no se siente en el Distrito Federal, que sigue siendo un oasis, pero ocurre en la ciudad donde me crié, en donde vive mi familia y mis amigos y nos va cercando y estrangulando.
La referencia a la guerra no es metafórica. En ciudades del norte del país, como Culiacán o Nuevo Laredo, los padres de familia tienen que informarse a través de Internet o Twitter por qué calles conducirán para llevar a sus hijos a la escuela. En esa decisión se les puede ir la vida pues pueden encontrar una balacera.
Tener la guerra en casa no es fácil. Uno no puede fingir que no ocurre o blindarse para no escuchar los lamentos de las víctimas. Las libretas se van llenando de agravios, horrores, sinsentidos. Por eso, el año pasado decidí publicar un libro que diera cuenta de lo que en mi país estaba pasando, de nuestro holocausto. Hoy me doy cuenta de que muchas historias que relato aún las tengo atravesadas. No he podido exorcizarlas. Se me meten en las pesadillas. Me enfrento, como muchos otros periodistas, a crisis de identidad: ¿Si lloro cuando la señora me cuenta que se llevaron a los ocho varones de su familia, o cuando la mujer me dice que rafaguearon a su marido de 36 balazos, aún soy periodista? ¿O debo dedicarme a otra cosa? En esta elección que hice de dedicarme a cubrir a las víctimas, una tarde tuve frente a mí una hilera de 30 mujeres, todas con las fotos de sus hijos, sus esposos, sus padres, sus hermanos en la mano, que hacían fila porque querían contarme su historia. Ese día me sentí sola, desbordada, frágil. Aunque nunca tan sola como ellas.
En otros momentos he acompañado a esas familias cuando participan con otras en talleres donde toman herramientas y fortaleza para seguir buscando al suyo que tienen perdido. Ellas no toman talleres de duelo, el duelo es para los muertos y a los suyos nadie los ha declarado “no vivos”.
Las he visto tomando sus anotaciones sobre las leyes internacionales que obligan al gobierno a buscar desaparecidos, los métodos de búsqueda, los mecanismos, y, lo más duro, técnicas de exhumación forense. Las he visto abrazarse, prometerse continuar buscando, y yo me abrazo con ellas, en este deseo infinito de que los que no están, regresen.
Una de ellas, una tarde se acercó con mi libro en mano, donde era mencionada en un capítulo con muchas otras. Me pidió que le escribiera una dedicatoria para su hijo de 9 años, para que sepa que estos años lo ha estado buscando. Sí, yo soy testigo de su búsqueda.
Me emociona hasta las lágrimas verlas hablando por micrófono, perdiendo miedo a la gente, rompiendo el silencio para que otros conozcan lo que viven, recorriendo el país buscando a los suyos. (Escribo en femenino porque la mayoría son mujeres.) –¿Y usted que hace aquí? ¿No se ha cansado? –pregunté a una de ellas que salió de la frontera norte y marchaba, en la llamada Caravana del Dolor, allá por Guatemala, mostrando la foto de su hija.
–Es que tengo la esperanza de que mi hija me vea. Y siento en mi interior que ya me vio.
Las historias del dolor son siempre de amor infinito. De padres, madres e hijos que dan la vida enfrentándose a la maquinaria del horror y de la impunidad.
La gente tampoco se ha quedado paralizada. Conozco el esfuerzo de artistas que salen a las calles a leer poemas o montar obras de teatro en los barrios donde ocurrió alguna masacre. Sé de organizaciones barriales que recuperan un parque que fue abandonado desde que apareció un cuerpo sin cabeza. He visto a hiphoperos que van cantando mensajes de esperanza. Periodistas que se empeñan a devolverle el rostro y el nombre a los muertos. Colectivos de médicos que marchan pidiendo paz.
Aunque el Distrito Federal, la capital del país, sigue siendo un oasis, una burbuja, la violencia no ha dejado a nadie intacto y a todos nos toca. No falta a quién quisieron secuestrar en la carretera a Morelos, donde vacacionaban los chilangos . O el que tiene un primo desaparecido en el norte. O quien teme por su padre, que trabaja en una región aguacatera en manos de los narcos. Todos conocen un caso de extorsión, desaparición, secuestro, tortura o muerte.
Se apachurra el corazón cuando sabes de la amiga que decidió exiliarse porque, a punta de pistola, la bajaron de su camioneta en la calle. Cuando sabes de la amiga que cerró el negocio porque unos hombres que dijeron ser narcos le exigieron la cuota. O que tu propia madre que te narra cómo siente miedo cuando está esperando a que cambie la luz del semáforo y una camioneta lujosa se estaciona al lado: está pendiente, no vaya a ser que se les ocurra balearla en este momento. O el primo que llegó a la gasolinera y vio unos cuerpos tirados.
Cada tanto la sangre salpica al DF, ya sea porque nos enteramos de que hubo un decomiso de droga o el arresto de un capo en una zona residencial. O porque aparecen, botados como bolsas de basura, esos cadáveres con la firma de la mafia en el cuerpo.
Este sexenio del presidente Felipe Calderón cambió la vida a los mexicanos. Ahora, antes de ir de vacaciones preguntamos rutas seguras. Caminos donde no secuestren. Playas donde no haya balaceras. Investigamos los lugares donde no hay que pararse a echarle gasolina al automóvil.
A veces, en la redacción de la revista donde trabajo, me cuestiono si quiero seguir documentando tanto horror. La desolación me ha tocado varias veces como durante la cobertura del hallazgo de una fosa clandestina, en Tamaulipas, de la que fueron sacados 198 cuerpos. En la antesala de la morgue vi llegar a centenares de familias que recorren el país, rodeando montañas, preguntando en hospitales, asomándose en cementerios, poniendo denuncias en fiscalías, buscando a los suyos.
De pronto comencé a escribir notas sobre la experiencia internacional de exhumaciones de cementerios clandestinos en Guatemala, Ruanda, Perú, Argentina o Bosnia, o los métodos de identificación de cadáveres y la toma de muestras de ADN.
Las noticias aún para nosotros dejaron de tener una lógica en lugares como Tamaulipas donde documentamos el asesinato de 72 migrantes, o los asesinatos de los pasajeros de autobuses de los que sólo llegaron sus maletas a la terminal. En Nuevo León, estado vecino, el calcinamiento de 55 personas en un casino. Siempre algo supera peor. Como cuando hablé con los padres de algunos jóvenes desaparecidos en Tijuana donde operó un narcotraficante apodado El Pozolero, que acostumbraba a disolver a sus víctimas en ácido. Ellos ya no buscan cuerpos, buscaban dientes. Esa noche la pasé mirando al techo.
Un tiempo se puso en duda si esto es una guerra. Ahora nadie lo cuestiona. ¿Qué es si no cuando hablamos de asesinados, desaparecidos, heridos, desplazados, refugiados, secuestrados, extorsionados, exiliados, torturados, fosas clandestinas, huérfanos, viudas o “bajas colaterales”? Cuando calculamos más de 50 mil muertos, 12 mil personas desaparecidas y cientos de miles de desplazados.
En esta cobertura las palabras de las víctimas se te van quedando, te habitan: –¿Por qué vinieron recién ahora si llevábamos meses diciendo que todo por acá estaba horrible? –Acá no necesitamos soldados, necesitamos psicólogos, cuando salimos a la plaza las mujeres comienzan a llorar recordando la hilera que nos dejaron con tres cabezas… –Me dijeron que me van a cortar la lengua pero no me importa, con la muerte de mi hijo me mataron en vida… –¿Será que tenemos nosotros que enfrentarnos a los narcos y rescatar a nuestros familiares de donde los tienen retenidos?...
En las guerras sale lo mejor y lo peor. Aparecen nuestras Madres de la Plaza de Mayo, versión mexicana, que en las zonas silenciadas gritan que les devuelvan a sus hijos. La última vez que les hablé estaban desencantadas: el fiscal al que entregaron las indagaciones era del bando de “los malos”, trabajaba “para ellos”. Algunos de estos padres en busca del hijo perdido hacen mucha falta, como Don Nepo, el hombre que recorría el país con las fotos de su hijo y sus tres amigos desaparecidos, que le pidió ayuda al Presidente y semanas después fue asesinado.
De pronto los periodistas comenzamos a hablar con términos de empresas trasnacionales. Tenemos que hacer un mapa de actores, un protocolo de seguridad, un plan de entrada y salida, contactos de emergencia, por si algo ocurre. En los talleres aprendemos a encriptar información para transmitir sin riesgo a nuestras redacciones.
Todo a ritmo acelerado. A ritmo de un sexenio. El sexenio de los muertos.
Una amiga me contó una anécdota que ilustra el cambio. Cuando le dijo a su hijo que acababa de fallecer su abuelita éste le respondió: –¿Cuándo la ejecutaron, mamá? Ver todo desde la extrañeza, desde el no acostumbramiento, no es fácil. Es un reto mantener viva la indignación y la esperanza. También aprender a manejar el miedo. Y maniobrar para que esto no nos robe la alegría de vivir.
Esta carta está escrita desde la emergencia. El tiempo ahora es un lujo desde que somos corresponsales de guerra y la guerra la tenemos en casa.


(Crónica de Marcela Turati, "Al pie del volcán mexicano te escribo", en Letra Ñ, Clarín, diario argentino.)