Dice la contracubierta: "Más allá de la anécdota biográfica, Cartas de
cumpleaños es ya uno de los poemarios fundamentales del siglo XX". De
acuerdo a medias. Es como decir que más allá de la Guerra de Troya, la
Ilíada es una obra maestra, y sí pero más: la Ilíada es ya la
Guerra de Troya, la vampiriza, le da vida eterna, si eso no es una
contradicción, la Guerra de Troya sin la Ilíada no sería más que unas
vasijas encontradas en un descampado. De igual manera Cartas de
cumpleaños, de Ted Hughes, vampiriza la anécdota biográfica de la que
parte, -que sin este libro no sería más que un capítulo de la historia universal
de la Infamia- y vampiriza también la poesía de Sylvia Plath y vampiriza la
poesía anterior de Ted Hughes, elíptica y oscura hasta llegar a este libro
vampiro que nos muerde en el cuello o en el corazón y nos vampiriza extendiendo
sobre nosotros el mismo dolor, el mismo amor que aquí se han destilado para
producirlo. Si el primer cometido de todo poeta es convencer al lector de que se
ponga en su lugar -de donde los grandes poetas nos convierten a los lectores en
grandes poetas: consiguen que nos pongamos en su lugar-, pocos lugares más
desapacibles, trágicos, tremendos que este en el que nos obliga a ponernos Ted
Hughes. No es extraño que los murciélagos protagonicen dos de sus más
emocionantes poemas y que en uno de ellos la mordedura de un murciélago al que
el poeta quiere ayudar a recobrar el vuelo, sea la Muerte.
La anécdota biográfica cabe en una entrada de wikipedia: después de conocerse
en una fiesta en 1956, y enamorarse, y salir, y vámonos a vivir juntos y unos
años de matrimonio y dos hijos, Ted Hughes abandona a Sylvia Plath
enamorado de Assia Wevill y cansado de las crisis nerviosas de su
mujer, y Sylvia Plath se suicida en 1963 cuando todavía no había estallado como
poeta. Su fama de gran poeta empezó entonces, oscureciendo la de Hughes, que,
después del suicidio de Assia Wevill (que mató también a la hija que ambos
tuvieron), se vio acosado por una incansable cabalgata de acusaciones que, por
vía feminista radical -Fay Weldon a la cabeza-, lo imputaba como culpable de la
muerte de Plath. Para defenderse, Ted Hughes guardó silencio mientras el buzón
se le llenaba de insultos. Siguió escribiendo. Fue poeta laureado, pero no pudo
quitarse de encima la mancha de haber acabado con una de las grandes poetas del
siglo XX, y de haber ejercido con mano excesiva su papel de albacea de la obra
inédita de la que fuera su mujer -destruyó las páginas de su diario donde Plath
se asomaba al abismo del suicidio días antes de suicidarse y los
plathianos no creyeron la versión de Hughes según la cual destruyó
aquellas páginas para defender a sus hijos, pidieron a un juez
que le quitaran ese poder a Hughes para que no siguiera destruyendo a Sylvia
Plath. El juez no les oyó.
Un año antes de morir, cuando ya estaba
gravemente enfermo, Hughes entrega a su editor un libro que fue componiendo
pausadamente en todos esos años de silencio. Un libro que tiene un hándicap
fundamental: la lectora para la que ha sido escrito y lo protagoniza e inspira
no podrá leerlo. El libro es éste: un monumento funerario, sin
duda, pero también una extraña celebración de la vida, una vertiginosa
conversación entre fantasmas que, dado su carácter narrativo, dada la casi
infalible capacidad del poeta para crear imágenes llenas de materialidad -pocos
poetas llenan como él sus poemas de vida concreta, animales, naturaleza,
prescindiendo de abstracciones, inyectándoles la fuerza del mito-, leemos como
una novela trágica, como una tragedia que hipnotiza. Son 88 poemas. Es muy
difícil salir incólume de una experiencia tan dolorosa, decisiva, tan bien
cantada o contada. Andrew Motion lo dijo bien: "El libro irrumpe con la fuerza
de una emoción que surge de una fuente desconocida y leerlo es como sufrir la
descarga de un rayo".
Desde los primeros compases de la historia -dos jóvenes que se conocen y se
enamoran, "nuestro futuro intentando acontecer"- hay una pura emoción
destilada sin asomo de cursilería. Momentos excepcionales: el poema
dedicado al día en que Sylvia Plath empieza a recitarle sus poemas a unas vacas
que se quedan quietas, el poema dedicado al 9 de Willow Street donde la pareja
se instala, el poema en que Sylvia Plath es atada a la vida por un embarazo, el
poema dedicado a la Ouija, ese poema milagroso en el que el poeta se encuentra
con alguien que lleva un zorro y no sabe si comprárselo para regalárselo a su
mujer y no, al final no se lo compra, y ese hecho es el final del matrimonio
(contado así parece una tontería: la poesía de Ted Hughes consigue cargar de
sentido y significado el hecho nimio, lo transforma, lo magnifica, lo hace
convincente). Los poemas de viaje, los viajes que la pareja hace a Francia, a
América, a España (Sylvia Plath detestaba España). El poema
Soñadores, que incrusta en la narración la presencia de una extraña
mujer de belleza extraordinaria, Assia Wevill. La soñadora que había en ella se
enamoró de Hughes y el soñador que había en Hughes se enamoró de ella. El poema
Robándome a mí mismo. El poema Vida después de la muerte,
lleno de lobos hambrientos con despacho universitario o columna en la prensa. El
poema, difícil de leer sin echarse a llorar -en serio- sobre los ojos de Sylvia
Plath revividos en los ojos de su hijo. El poema Los perros se están
comiendo a vuestra madre, sobre la secta de los plathianos que van
troceando el cadáver de la poeta en alegres simposios. El dramatis
personae del libro no se acaba en Ted Hughes y Sylvia Plath y sus dos
hijos, además de la soñadora Assia Wevill: es muy importante la presencia del
Papá de Sylvia Plath, a quien Hughes le hace una visita de ultratumba en otro
poema impactante. Alguien, al aparecer el libro, dijo que Hughes utilizaba sus
mejores armas para quitarse de encima la culpa de haber arrastrado a la
depresión a Sylvia Plath y echárselas al Papá de Sylvia Plath. Aunque
es evidente que en el drama, el Papá de Sylvia Plath tiene un peso importante -y
un peso culpable-, eso no significa que Hughes trate de descargar la propia
culpa compartiéndola: en todo caso la multiplica, y el poeta se echa en cara a
sí mismo no haber sabido arrebatar a la amada una relación tan perniciosa como
la que construyó con su Papá fascista -a quien dedicó un tremebundo
poema.
No sé si Cartas de cumpleaños es uno de los libros de
poemas fundamentales del siglo XX. Yo diría que no compite en la misma liga que
La tierra baldía, Poeta en Nueva York, Trilce, El
guardador de rebaños, Morgue o cualquiera de las muchas obras
maestras de la poesía del siglo pasado. Hay aquí un tono, un ímpetu, una
emoción, un dolor, un amor, una sabiduría, un no sé qué sagrado
-también sangre, sangrado- que nos remite a textos que se salen de lo literario.
Es acaso lo más cerca que estuvo la poesía del siglo XX de Shakespeare. Es una
revelación, tomando la palabra literalmente: acto de desvelar algo que había
permanecido oculto. Eso: Cartas de cumpleaños es un texto sagrado, es
decir, revela un secreto sin dejar de guardarlo. Como todo gran poeta Hughes nos
obliga a ponernos en su lugar: y es un lugar violento, doloroso, opresor, pero
también luminoso, emocionante, intenso. Y después de tanto dolor y tanto amor
aplastado, sabio: el lugar que alcanza aquél que ha sabido mantenerse en
silencio, haberse comido toda su ira y toda su culpa, y ha procesado todos sus
recuerdos para alcanzar a repristinarlos y trascenderlos en un texto
sobrecogedor.
La edición de Lumen, con introducción de Andre Jaume,
traducción de Luis Antonio de Villena y epílogo de Luna Miguel, es
modélica.
(reseña de Juan Bonilla en el sitio "el mundo".)
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