Uriel Martínez
uno
Por indicaciones de mi chamán, aquel lejano martes 13 de marzo fuí al Instituto de la Tercera Edad (Inapam) a solicitar mi credencial de ingreso, documento que me haría acreedor a descuentos en cada compra que hiciera en Wal-Mart, Ópticas Devlin y al momento de pagar mis recibos por consumo de agua. Aunque solicité en la institución una lista de negocios que hacen este tipo de descuentos, en ese momento no la tenían e incluso llamaron a otra oficina para preguntar para cuándo, pero no hubo respuesta a la secretaria ni de ésta a mí. Cuando llegué a la caja de Wal-Mart la empleada desconocía si tenían descuento a mayores de sesenta años con acreditación. Llamó al jefe de cajas y éste vino a cancelar mi compra porque el descuento era sólo en medicamentos, de 5%, que equivalía a 2.50 —pues el precio sin descuento era de 65 pesos y 50 centavos—, es decir, no me alcanzaba ni para medio pasaje. Igual desconocimiento exhiben las cajeras de Soriana, detalle que refleja cuán ajena tienen presente los comerciantes la condición de la ancianidad, que en Zacatecas exhibe índices cada vez más altos. Basta asomarse a las miserias que las autoridades federales y estatales muestran ante los exbraceros, que van y vienen a mítines, plantones y bloqueos en sillas de ruedas y con botellas de suero insertas en las venas. Mi chamán, sin yo darme cuenta, me había llevado de la mano para que yo entrara a otro mundo de marginados: los ancianos, como Luis Buñuel me mostró, en su momento, ese mismo rostros en Los olvidados.
dos
Traté de no desalentarme pues todavía tengo arrestos para el trabajo y para vivir en un edificio de alquiler. Máxime si recién había vivido una amarga experiencia con Telmex. Llevaba más de tres semanas sin servicio telefónico en casa y, por ende, sin internet. La última vez que reporté la falla acababa de comprar cien pesos de tiempo-aire (era viernes) con un extra de veinte pesos por la compra. Llegué al departamento y, luego de corroborar que no tenía ambos servicios, marqué el 018001230000, “atención a clients”, en mi celular, para volver a externar mi queja. Pasaron más de ocho minutos para que me atendiera una operadora en “vivo” pues de entrada hay una serie de grabaciones que me informan: Si desea tal servicio marque uno, si desea tal otro marque dos, si desea expresar una queja marque tres. Luego de seguir los pasos sigue otra grabación con la misma voz que parte, otra vez, en números ordinarios y ascendentes. “Espere a ser atendido por una operadora”. Luego de que le expresé la anomalía, colgamos. Verifiqué el tiempo-aire en el celular y de 120 pesos adquiridos minutos antes, el móvil me marcó un saldo de 47 pesos, es decir, la empresa de Carlos Slim me había esquilmado, pues marqué un LADA 800 por cobrar: 73 pesos esfumados, lo que explica su predominio en el mundo de Forbes, seguido muy de cerca por el Chapo Guzmán. Episodio que no se lo he narrado a nadie.
tres
Llegó el lunes y la línea seguía muerta. LLamé a la Profeco para preguntar qué documentos necesitaba para enderezar una querella contra Telemex: el último recibo y una copia de la credencial de elector. Llegué, me registré, me coloqué el gafete de visitante, me senté a esperar. Expuse mi caso. La chica que me atendió habló con Sandoval, abogado de la empresa líder en quejas junto con la CFE, IMSS, ISSSTE y las gaseras, entre decenas más. Ella le explicó el episodio del viernes por la noche con mi llamada por lada por cobrar (01-800) y él replicó que debí dirigirme a la oficina del centro de la ciudad para utilizar una línea de Telmex, no de mi celular. (Como si los bueyes trabajasen las 24 horas del día con atención personalizada.) El representante de Telmex me garantizó que por la tarde, después de las 17 horas, un técnico pasaría a revisar la línea, que llegó puntual: me dijo que había un “falso contacto” fuera de mi departamento, que seguramente obedecía a los ventarrones desatados en enero-febrero-marzo. Localizó la falla, cambió un cable que iba de la calle a la azotea y listo. Pero mi nuevo recibo llegó por 389 pesos, es decir, como si Telmex me hubiese atendido durante todo el mes y con un servicio óptimo. Y otra vez a la Profeco. De nuevo la promesa de Sandoval que revisaría mi récord de llamadas en el mes para deducir los días con el servicio suspendido. Ese mediodía me avisó que sólo pagaría 322 pesos y 25 centavos. Esto es, el descuento equivalía a casi lo que la propia empresa de clase mundial, Telmex, me esquilmó con mi llamada del móvil al LADA 800 para externar mi último reporte de fallas en la línea y el servicio de internet.
cuatro
Pero la sombra de Telmex, me dijo el chamán, te persigue como maldición. En agosto del año pasado, 2011, luego de ponerme “hasta la madre” —como dice el poeta Javier Sicilia—, expuse por escrito otra querella en la Condusef, pero contra Bancomer. Ya llevaba cerca de noventa días de soportar llamadas a todas horas del día y de la noche a causa de un desconocido que mantenía una deuda con el banco a raíz de una tarjeta de crédito no cubierta. Ya había acudido con el gerente de la institución con sede en el centro histórico; el culero gerente me negó los datos del fulano que les había mentido con mi número telefónico, me alegó que eran “datos confidenciales”. En realidad, me dijeron en la Condusef, Bancomer quiere chingarle a usted sus ahorros. “Pero no tengo cuenta con ellos”. Total, tenía que esperar veinte días hábiles —tres semanas— para recibir una respuesta ambigua y estúpida: necesito exponer mi querella en el mismo Bancomer y con datos que no tengo al alcance pues son los del fulano al que ni de chingadera conozco. Pero la respuesta de Condusef no llegó transcurridas las tres semanas, sino hasta fines de diciembre del mismo año. Por supuesto que no regresé a Condusef, aunque las llamadas a casa se espaciaron, de todos modos prosiguen de modo intermitente hasta hoy en día.
cinco
Aquí no pasa nada, me señaló mi chamán, cerca del pabellón de la oreja, ve a darte de alta al Seguro Popular antes de que sea demasiado tarde. El lunes me regresaron a casa porque no alcancé ficha, el martes la conseguí antes de las ocho; de la fila primera me pasé a la cola para la entrega de documentos; antes de que me tocara me di cuenta de que necesitaba una fotocopia de uno de los originales; me brinqué a la fila de los duplicados. Regresé a donde había encargado mi lugar. Adelante de mí estaba una mujer joven que no se podía mantener de pie, contraía el vientre como si cargara con una especie de Alien, el octavo pasajero. Se sentaba en el suelo o en una silla mientras íbamos formaditos como en el kinder. Adelante de ella otra mujer joven y con el rostro ajado no sé si de hambre, sol, polvo, de parir criaturas, de amanecer madrugadas con la pareja que no llega —que otra vez no llegó—, de malpasadas como decían en mi pueblo, del ya manido “no me dieron trabajo”, o lo que sea, contestaba el cuestionario de la secre con su comprobante de alta todavía sin llenar:
—¿En dónde vive?, ¿en qué colonia?, ¿tiene refrigerador, teléfono, estufa, es de renta o es casa propia, tiene coche?
—La colonia no tiene nombre, no hay nombre de la calle, ni drenaje, ni postes de luz ni de teléfono.
—Si no sabe entre cuáles calles está su casa, ¿qué hay por ahí cerca?
—Enfrente está el taller mecánico del Chino y en la esquina la panadería en que trabajo —responde la señora con arrugas tempranas y el pelo opaco—. Se llama Árbol de la Esperanza porque cuando todavíano fincaban ahí encontraron a una mujer semienterrada del mismo nombre, cuando aquello era una barranca, un muladar o un lugar ideal para abrir narcofosas.
La secre todo anota con una expresión diría yo impersonal, según se lo dice la mamá de ene número de niños en edad de guardería y primaria.
—Señor —me dice cuando termino de contestarle las preguntas y ella de entregarme los originales de mi acta de nacimiento, mi credencial de elector vigente, mi comprobante de domicilio, etcetera—, señor, tiene que ir a que le tomen las huellas dactilares y a que le tomen la presión. ¿Anda en ayunas? Viene luego por su Carta de Derechos y Obligaciones de los Afiliados y por su Póliza de Afiliación.
—Ahorita regresamos —le dice mi chamán mientras me extiende el bastón con una mano y con la otra sostiene el litro de suero que me acompaña como mi escapulario. Me regreso a casa a las once, rememoro la observación del joven que me pinchó el índice con la aguja de extraer sangre:
—Necesita hacerse la prueba de la diabetes, trae el colesterol muy alto y está excedido de peso.
Le resto importancia a su aserto: desde la primera vez, hace no sé cuántos años, me dijeron lo mismo: toma mucha coca-cola, pan de dulce, galletas betunadas, comida grasosa y pocos vegetales y verduras. No come a sus horas. Hijos de su pinche madre, dice el chamán, ya en confianza, todavía tenemos que ir al plantón de la una al Palacio de Gobierno.
seis
Cada mes el hombre más rico del mundo viene a casa a tocarme en la ventana con sus nudillos seguros y varoniles, son tres golpes discretos pero firmes como corresponden a su importancia de clase mundial. Cuando me asomo para corroborar su presencia esperada, él ya se ha ido aunque lo adivino por la estela que deja su loción inconfundible y la cantidad a pagar por el contrato que firmamos por el servicio telefónico y de internet con tarifa fija y número de llamadas preestablecidas.
Aunque invariablemente el recibo expira los días 25 de cada mes, el exitoso hombre de negocios me entrega el documento que avala nuestro convenio a principios de mayo, en este caso, o en junio, el mes entrante y así sucesivamente. Él quiere asegurarse de que jamás será desplazado del primer puesto a escala mundial ni por el mítico Tío Rico Mac Pato ni por Bill Gates ni por cualquier otro potentado de primer mundo y de riqueza dudosa.
Gracias al contrato que mantengo con él, he recibido llamadas de mujeres vencidas por la soledad y el alcohol a altas horas de la madrugada a quienes he aclarado que marcaron un número equivocado, que no son horas de equivocarse sino de retomar el sueño, antes de colgar y encender luego la luz roja de la contestadora, donde se grabará un discurso incoherente y cargado de reproches a un presunto amante que las mandó al carajo.
Reconozco que mi contrato incluye el privilegio de charlar con desconocidos que usualmente marcan en las tardes para preguntarme por la familia y los parientes extraviados en la distancia de otros países, enclavados al norte de mis ventanas. Antes de que prosigan con su interrogatorio indirecto y no siempre sutil me les adelanto para aclararles que no tengo familia y es el momento en que cuelgan, con la certeza de que marcaron a un sitio equivocado, a casa de alguien acaso no susceptible de extorsión.
También gracias a este documento mantengo y alimento el privilegio de que se ocupen de mí desconocidos candidatos a puestos de elección popular que saben que existo y que mi voto cuenta. De antemano saben que si son agraciados con mi decisión de apoyarlos, para el entrante otoño podrán incrementarme impuestos, alcabalas y se olvidarán, mareados por el poder de la democracia y las urnas, de promesas y campañas. Me mandarán al cabrón en suma.
Admito que merced a mi contrato, ventajoso para el Tío Rico del siglo XXI, colaboro en el mantenimiento del estatus de privilegios para unos cuantos, producto del capitalismo salvaje que mantiene en la jodidez a millones como yo y otros que siguen este discurso de fuerza dudosa y credibilidad ídem. Reconozco que estoy al tanto de que sus tarifas telefónicas y de servicio de internet son de las más altas del mundo, pero ni modo: me gusta ser cumplido con mis compromisos y para ello me sobo el lomo.
Cada treinta días tocan a mi puerta, luego que se ha despedido de mí el hombre más rico de este país, el casero, el repartidor de gas y el de pizzas, el chofer del camión de la basura, el de los refrescos, el de la tierra para macetas, el vendedor de seguros, el del plan funerario Hernández, el predicador del Apocalipsis, la señora que hará una reliquia a San Juditas y otra al Vaquerito de Plateros, el encargado de revender celulares extraviados, la chica del INEGI, el padrote de la esquina, el de los quesos, las gorditas, las jaulas para los niños, el de los cachitos de la Lotería, el cartero, el que entrega los recibos de JIAPAZ, de la CFE, la cartomanciana y la vecina que si tengo cambio de un billete de quinientos o una taza de azúcar. Y así cada ratito hasta que opto por cambiar de domicilio, identidad y estatus. ®
Inapam: Instituto nacional de las personas adultas mayores.
Condusef: Comisión nacional para la protección y defensa de los usuarios de servicios financieros.
(crónica clonada de Replicante en línea, abril 2012.)