La literatura de Antonio Tabucchi siempre encontró sus razones en los ecos del impacto producido por un acto de lectura. Desde aquella seminal impresión que le provocó el poema “Tabaquería” de Fernando Pessoa, leído en traducción francesa en París, el satori es articulador de diferentes tonalidades dentro de su obra. Hay quien dice que un libro es bueno cuando a uno le dan ganas de escribir y en el caso de Tabucchi este precepto se puede confirmar. Pessoa es una presencia fantasmática en buena parte de su producción; el poeta portugués no aparece sólo como una influencia predominante sino que se internaliza a tal punto en la escritura de Tabucchi, que excede holgadamente el mero homenaje y adquiere un estatus metafísico: hay un espíritu encarnado en su escritura, como si un heterónimo pessoiano hubiese tomado por asalto parte del alma de Tabucchi para convertirse en uno más de sus agentes multiplicadores, abriendo un nuevo registro en la genealogía de personalidades: Bernardo Soares, Alvaro de Campos, Ricardo Reis, Alberto Caeiro, ¿Antonio Tabucchi? Basta seguir el andar errático por las calles de Lisboa del protagonista de Sostiene Pereira para percibir en el ambiente que rodea al personaje el aliento de Pessoa, su omnipresencia y bendición.
Por todo lo expuesto, Tabucchi es un autor a medida del diván literario de Harold Bloom. La angustia de la influencia se resuelve en este caso felizmente, porque el escritor italiano se entregó dócilmente a la sombra del maestro, permaneciendo abierto y poroso a la obra de su precursor, dando la impresión de un continuum entre ambas instancias, conformando un espacio donde se fusionan y encastran imaginariamente los textos, llegando a ese estadio que Jorge Luis Borges definiera en su ensayo “Kafka y sus precursores”: “En el vocabulario crítico, la palabra precursor es indispensable; pero habría que tratar de purificarla de toda connotación y polémica o de rivalidad. El hecho es que cada escritor crea a sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro.” Este juego de inversión y anarquía de identidades, Tabucchi lo hizo patente en Los tres últimos días de Fernando Pessoa , donde hace comparecer a los heterónimos del portugués, haciéndolos testigos de la agonía del poeta. “Pessoa apoyó una mejilla sobre la almohada y esbozó una sonrisa cansada. Querido Antonio Mora, dijo, Proserpina me quiere en su reino, es hora de partir, es hora de dejar este teatro de imágenes que llamamos nuestra vida, si supiera las cosas que he visto con los anteojos del alma (...) he atravesado noches infinitas como un cometa luminoso, los espacios interestelares de la imaginación, la voluptuosidad y el miedo, y he sido hombre, mujer, anciano, niña, he sido las multitudes de las grandes avenidas de las capitales de Occidente”. Así narraba Tabucchi el 30 de noviembre de 1935, último día en la vida de Pessoa. El mismo Pessoa hablaba en “El río de la posesión”, incluido dentro de Escritos de ocultismo y masonería , del proceso de “posesión” del otro como una forma cuasi usurpatoria: “A la mayoría de las personas que veo las conozco mejor que a ellas a sí mismas. Me dedico muchas veces a sondarlas, porque así las vuelvo mías. Conquisto el psiquismo que explico, porque para mí soñar es poseer ” (el subrayado es nuestro). Observar al otro es una forma de solidaridad y compromiso, sentirse uno mismo en la piel de otro: “Más de una vez he ido a esperar el autobús que volvía de algún sitio, fingiendo que esperaba a alguien aunque no esperara a nadie, para observar a las personas que bajaban. En sus rostros había asombro, excitación, cansancio”, sostiene Tabucchi en su último libro Viajes y otros viajes , que se publica en español a pocos días de su muerte.
En El tiempo envejece deprisa la sensación del final se expresa a través de una axiología del tiempo, mensurando su valor como agente corrosivo, mostrando su impacto letal en todas las edades del ser humano. Apelando a sus clásicas epifanías, Tabucchi arma un coro de voces fantasmáticas donde se muestra a flor de piel y descarnadamente la finitud de la existencia humana, lo que arroja a sus criaturas hacia espacios conjeturales y mundos paralelos. La aparición de una señal, por más insignificante que sea, provoca elucubraciones y conjeturas sobre la potestad del tiempo sobre cuerpos y almas. La contemplación de un paisaje, el retorno a una situación del pasado, una foto, un encuentro casual, llenan de sentido casilleros vacíos, completan la figura en el tapiz. Los nueve relatos de El tiempo envejece deprisa se solidarizan unos con otros, se prestan palabras, objetos y panoramas, estableciendo una mágica continuidad. Una variopinta galería de personajes son examinados en sus reacciones ante el paso del tiempo: “Pensó en los vientos de la vida, porque hay vientos que acompañan la vida: el céfiro suave, el viento cálido de la juventud (...), la vida está hecha de aire, un soplo y ya está, y por lo demás tampoco nosotros dejamos de ser soplo, aliento, nada más; después un día, la máquina se detiene y el aliento se termina”, escribe en “Yo me enamoré del aire”. El aparente carácter mundano de los relatos de Tabucchi disimula la gran parábola de fondo: todos los hombres son mortales. Para remediar, en parte, esta condición, Tabucchi encontró un paliativo en la idea del viaje, de trasladarse por el mundo como forma de conocimiento y sustento de una poética profundamente universal y humanista que une con hilos invisibles mapas, paisajes, culturas.
De esto habla en Viajes y otros viajes , volumen que funciona como un balance de toda su vida y obra y a la vez es una carta de despedida de un hombre agradecido de su paso por esta tierra. La edición incluye un mapa con los recorridos de Tabucchi por el mundo, desde la ciudad matriz de su literatura, Lisboa, pasan también París, Madrid y Buenos Aires, entre otras ciudades, ante los ojos del agradecido lector como parte de un largo sueño que lo tuvo como protagonista: “Konstantinos Kavafis lo dijo en un extraordinario poema titulado ‘Itaca’: el viaje halla su sentido sólo en sí mismo, en el hecho de ser viaje. Y ello supone una gran enseñanza si sabemos captar su verdadero significado: es como nuestra existencia, cuyo sentido principal es el de ser vivida”, aclara en la introducción, punto final y también comienzo de una aventura inagotable: el viaje por una obra exquisita, sutil y cristalina.
(nota de Rodolfo Edwards en Letra Ñ, Clarín en línea.)