uno.
El comerciante Víctor, propietario de cuatro bodegas en la Central de Abastos, desde donde mueve perecederos, acaba de regresar de Cuba, sin su amado, un chico que conoció y trató en el malecón de La Habana. Antes de conocerlo ya lo esperaba: de aquí se llevó en el equipaje un estuche de afeites que incluía mascarillas, lociones refrescantes, rastrillos desechables, cremas bronceadoras, etcétera. Playeras Polo que pusieron de moda los capos presentados en horario estelar, esposados y desafiantes en su look masculino. Zapatos de gamusa y lona nuevos, pantalones deportivos como la ropa que lucía en los viveros de Coyoacán, cuando fue detenido y deportado el Vincent, el hijo de un narco buscado por la DEA.
La tarde que Víctor el comerciante conoció al adolescente oriundo de Varadero, era una tarde de octubre, con el cielo atravesado de gaviotas y parvadas de golondrinas que se entrenaban antes de la plenitud del otoño. Ese día el chico se negó a acompañar a Víctor al hotel, aunque ya se permitía el ingreso a los nativos invitados por turistas huéspedes. El mexicano supuso que la negativa tenía su raíz y razón en la timidez del isleño, aunque su aplomo para dejarse abordar desmentía ese temperamento inseguro y retraído, ese no dejarse testerear la piel oculta, el envés de los párpados.
La primera vez estuvieron en un departamento compartido con integrantes del Tropicana, amigos de una bloguera muy leída dentro y fuera de Miami, donde tiene informantes de hechos que no trascienden al grueso del público medio de la isla. Víctor había ido de vacaciones por una semana. Sólo la última noche el adolescente accedió a entrar con èl al Copacabana, un hotel de lejano y dudoso esplendor, donde se dice pasaron dos noches el escritor Truman Capote y el galán Tyrone Power. Ahí, Víctor le entregó al chico dos toallas nuevas y una caja de jabones de Liverpool, que había apartado para el final, acaso como un acto inconsciente de purificación de ambos.
dos.
Tres años después de iniciada la relación y de un sinnúmero de viajes a Cuba en que ambos se juraban no sé qué propósitos, el comerciante Víctor me confesó que no se traería al bailarín del Tropicana por una razón: aquí Víctor, en esta pocilga de fachada barroca, era un comerciante respetable, con familia, con el cargo de tesorero en la Cámara de Comercio y con la posibilidad de abrir otras bodegas en la Central de Abastos de Fresnillo o Jerez. Heredero único, además, del fundador de la Unión de Comerciantes de la ciudad. Entonces, me dijo, su curriculum no checaba con Hernán, el chico de Varadero que lo traía fuera de foco. "En realidad, le expuse, tu amigo Víctor no puede con el ser deforme que carga dentro: su verdadera sexualidad, su propia visión de sí mismo como homosexual."
-Sí, me dice Martín. Es como esos negocios de enmarcado donde cuelgan de las paredes distintos tipos y tamaños y colores de marcos, todos vacíos, en espera de ser "llenados". Utilizamos cada uno según las circunstancias: uno en casa, otro con los amigos, otro cuando salimos de viaje, otro para las fiestas y otro más en los velorios. Y así, según las circunstancias.
¿Entonces tu amigo Víctor ya no regresará a la isla? No por lo pronto, recibió una postal que Hernán le mandó de Vancouver, donde ahora vive con un profesor universitario.
Cada vez que el comerciante Víctor recuerda a Hernán, sonriente éste con una piel de zorro que le regaló, imagen estampada en una foto que más tarde Víctor echó al fuego, Víctor mi amigo, me dice Martín, empieza a sangrar de la nariz. Reacción ésta, quizá, como rémora de la infancia, cuando le dijeron en el catecismo que al comulgar no se mordía ni mascaba la hostia, donde reina el cuerpo y la sangre de Cristo; que al morderla o masticarla le sangraría de la boca a la camisa el cuerpo completo del Salvador. Posibilidad que a Víctor, siendo niño, le llevó a tener pesadillas que lo hacían despertar a gritos, sus propios gritos.
24/nov./2011
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