Ese extraño estado de ánimo
Se dice que en un discurso
lo más difícil es siempre la primera frase... Pues ya la dije... Pero presiento
que las que siguen van a ser igualmente difíciles, la tercera, la sexta, la
décima, hasta la última, ya que debo hablar sobre poesía. Muy raras veces me he
expresado acerca de este tema, casi nunca, y siempre con la convicción de que no
lo hago muy bien. Por eso mi discurso no va a ser demasiado largo. Toda
imperfección resulta más difícil de aguantar si se sirve en pequeñas
dosis.
El poeta contemporáneo es
escéptico y desconfía incluso - o más bien principalmente de sí mismo. Con
desgano confiesa públicamente que es poeta- como si se tratara de algo
vergonzoso. En estos tiempos bulliciosos es más fácil que admitamos los vicios
propios, con tal de causar efectos fuertes; mucho más difícil es reconocer las
virtudes, ya que están escondidas más profundamente, y hasta uno mismo no cree
tanto en ellas. En las encuestas o en los encuentros con amigos ocasionales,
cuando el poeta se ve forzado a definir su profesión, acude al término genérico
«escritor» o al de alguna otra profesión que adicionalmente ejerza. El empleado
público o los eventuales compañeros de viaje reciben con cierta perplejidad e
inquietud la noticia de que están tratando con un poeta. Sospecho que los
filósofos también producen semejante inquietud. No obstante, ellos se encuentran
en mejor situación, ya que generalmente pueden adornar su profesión con algún
grado académico. Profesor de Filosofía, ya suena mucho más serio.
No existen profesores de
poesía, lo que haría suponer que esta actividad requiere de estudios
especializados, exámenes presentados en fechas precisas, disertaciones teóricas
rematadas con bibliografía y notas y, finalmente, los diplomas recibidos con
solemnidad. Todo esto, a su vez, significaría que para graduarse de poeta no
bastarían las hojas de papel, aun cuando estuvieran llenas de excelentes versos,
sino que se necesitaría, sobre todo, un papel con sello y firma. Recordemos que
justamente ésta fue la razón por la que condenaron al destierro a Josef Brodsky,
orgullo de la poesía rusa, quien más tarde fue galardonado con el Premio Nobel.
A Brodsky se le clasificó como «parásito», por no contar con un certificado
oficial que le permitiera ser poeta... Hace un par de años tuve el honor y la
alegría de conocerlo en persona. Me di cuenta de que solamente a él, entre todos
los poetas que he conocido, le gustaba llamarse a sí mismo «poeta»; pronunciaba
esta palabra sin conflictos internos y hasta con cierta desafiante desenvoltura.
Pienso que se debía al recuerdo de las violentas humillaciones que sufrió en su
juventud.
En países más dichosos,
donde la dignidad humana no es transgredida tan fácilmente, los poetas,
obviamente, quieren ser publicados, leídos y entendidos, pero ya no hacen nada o
casi nada en su vida cotidiana para destacar entre la gente. Sin embargo, hace
poco, en las primeras décadas de nuestro siglo, a los poetas les gustaba
escandalizar con su ropa extravagante y con un comportamiento excéntrico.
Aquellos no eran más que espectáculos para el público, ya que siempre tenía que
llegar el momento en que el poeta cerraba la puerta, se quitaba toda esa
parafemalia; capas y oropeles, y se detenía en el silencio, en espera de sí
mismo frente a una hoja de papel en blanco, que en el fondo es lo único que
importa.
Hay algo que resulta muy
característico. Continuamente se filman películas biográficas sobre grandes
científicos y artistas. La tarea de los directores más ambiciosos es mostrar en
forma verosímil el proceso creativo que condujo a importantes descubrimientos
científicos o a la creación de grandes obras de arte. Se puede, con aceptables
resultados, mostrar el trabajo de algunos científicos: laboratorios,
instrumentos diversos y aparatos puestos en marcha logran por unos momentos
mantener la atención de los espectadores.
Además, resultan muy dramáticas las
escenas de suspenso, cuando un experimento repetido miles de veces logró dar
finalmente, merced a una mínima modificación, con el resultado tan esperado.
Espectaculares pueden ser las películas sobre pintores, ya que es posible
reconstruir todas las fases de creación de un cuadro: desde la primera raya
hasta la última pincelada. Las películas sobre los compositores se llenan con su
música: desde los primeros compases, que el creador escucha en su interior,
hasta la obra madura ya terminada y repartida entre varios instrumentos. Todo
sigue siendo muy ingenuo y no dice nada sobre el extraño estado de ánimo que se
conoce comúnmente como inspiración, pero por lo menos hay algo para ver y
oír.
El peor de los casos es el
de los poetas. Su trabajo resulta irremediablemente poco fotogénico. Uno
permanece sentado a la mesa o acostado en un sofá, con la vista inmóvil, fija en
un punto de la pared o en el techo; de vez en cuando escribe siete versos, de
los cuales, después que transcurre un cuarto de hora, va a quitar uno y de nuevo
pasa una hora en la que no ocurrirá nada ¿Qué clase de espectador podría
soportar una cosa semejante?
He mencionado la inspiración. A la pregunta de
qué cosa es, suponiendo que algo sea, los poetas contemporáneos responden de
modo evasivo. Y no porque nunca hayan sentido los beneficios de este impulso
interior, más bien se debe a otra causa: no es fácil explicar a los demás algo
que ni siquiera se comprende bien.
Yo misma he evadido el
asunto cuando me lo han preguntado. Y contesto lo siguiente: la inspiración no
es privilegio exclusivo de los poetas ni de los artistas en general. Hay, hubo,
habrá siempre un número de personas en quienes de vez en cuando se despierta la
inspiración. A este grupo pertenecen los que escogen su trabajo y lo cumplen con
amor e imaginación. Hay médicos así, hay maestros, hay también jardineros y
centenares de oficios más. Su trabajo puede ser una aventura sin fin, a
condición de que sepan encontrar en él nuevos desafíos cada vez. Sin importar
los esfuerzos y fracasos, su inquietud no desfallece. De cada problema resuelto
surge un enjambre de nuevas preguntas. La inspiración, cualquier cosa que sea,
nace de un perpetuo «no lo sé».
La gente así es bastante
escasa. La mayoría de los habitantes de esta tierra trabaja porque necesita
conseguir los medios de subsistencia, trabaja porque no le queda de otra. No
fueron ellos quienes por pasión escogieron su trabajo, son las circunstancias de
la vida las que escogen por ellos. El trabajo mal querido, el trabajo que
aburre, es respetado únicamente porque no resulta accesible para todos, y esta
situación constituye una de las mas penosas desgracias humanas. No se vislumbra
que los siglos venideros traigan un cambio feliz al respecto.
Así pues, tengo derecho a
decir que aunque le estoy escamoteando a los poetas el monopolio de la
inspiración, de cualquier manera los coloco en un grupo reducido de elegidos por
la suerte.
En este punto pueden
surgir ciertas dudas en los oyentes, si consideran que a los diversos verdugos,
dictadores, fanáticos, demagogos que luchan por el poder con ayuda de un par de
consignas gritadas en tono muy alto, también les gusta su trabajo y también lo
llevan a cabo celosamente. Cierto, pero ellos sí «saben». Saben, y lo que saben
una sola vez les basta para siempre. Ya no tienen curiosidad por saber más,
puesto que podría debilitarse su fuerza de argumentación. De modo que cualquier
tipo de saber del que no surgen preguntas muy pronto fenece, pierde la
temperatura propicia para la vida.
En casos extremos, como es bien conocido
en la historia antigua y contemporánea, puede resultar mortalmente amenazador
para las sociedades.
Por lo anterior, estimo
altamente estas dos pequeñas palabras: «no sé». Pequeñas, pero dotadas de alas
para el vuelo. Nos agrandan la vida hasta una dimensión que no cabe en nosotros
mismos y hasta el tamaño en el que está suspendida nuestra Tierra diminuta. Si
Isaac Newton no se hubiera dicho «no sé», las manzanas en su jardín podrían
seguir cayendo como granizo, y él, en el mejor de los casos, solamente se
inclinaría para recogerlas y comérselas. Si mi compatriota María
SkIodowska-Curie no se hubiera dicho «no sé», probablemente se habría quedado
como maestra de química en un colegio para señoritas de buena familia y en este
trabajo, por otra parte muy decente, se le hubiera ido la vida. Pero siguió
repitiéndose «no sé» y justo estas palabras la trajeron dos veces a Estocolmo,
donde se otorgan los premios Nobel a personas de espíritu inquieto y en búsqueda
constante.
También el poeta, si es un verdadero poeta, tiene que repetirse
perpetuamente «no sé».
Con cada verso intenta
responder, pero en el momento en que pone el punto final, le asaltan las dudas y
empieza a advertir que su respuesta es temporal y en ningún caso satisfactoria.
Entonces prueba otra vez y otra vez, para que a las sucesivas muestras de su
insatisfacción consigo mismo los historiadores de la literatura las sujeten con
un clip enorme para denominarlas «La obra».
A veces fantaseo con
situaciones inverosímiles. Me imagino, por ejemplo, en mi osadía, que tengo la
oportunidad de platicar con Eclesiastés, autor de un lamento estremecedor sobre
la vanidad de todas las empresas humanas. Me habría inclinado muy hondamente
ante él, ya que es -por lo menos para mí- uno de los poetas más importantes.
Pero luego lo habría cogido de la mano: «Nada hay nuevo bajo el sol», has
escrito, Eclesiastés. Sin embargo. Tú mismo has nacido nuevo bajo el sol. Y el
poema que has creado también
es nuevo bajo el sol, ya que antes de ti nadie
lo había escrito. Y nuevos bajo el sol son tus lectores, puesto que los que
vivieron antes que tu no te podían leer. Y el ciprés, en cuya sombra te
sentaste, no crece aquí desde el principio del mundo. Le dio origen otro ciprés,
semejante al tuyo, pero no en todo igual. Y además te quisiera preguntar,
Eclesiastés, ¿qué desearías escribir, ahora, de nuevo bajo el sol? ¿Algo con qué
completar tus ideas, o tal vez tienes la tentación de negar algunas de ellas? En
tu poema anterior concebiste también la alegría, y ¿qué hay del hecho de que
resulte ser tan pasajera? ¿Tal vez sobre ella va a tratar tu nuevo poema bajo el
sol? ¿Tienes ya algunos apuntes o primeros esbozos? Pues no dirás «ya he escrito
todo, no tengo nada que añadir». Esto no lo puede decir ningún poeta, y mucho
menos uno tan grande como tú.
El mundo, a pesar de
cualquier cosa que podamos pensar sobre él, espantados por su inmensidad y
nuestra impotencia ante él, amargados por su indiferencia frente a los
sufrimientos particulares de la gente, de los animales y tal vez de las plantas
-ya que ¿de dónde proviene la certeza de que las plantas están libres de
sufrimientos?-; a pesar de cualquier cosa que pensemos sobre sus espacios
atravesados por la radiación de las estrellas, alrededor de las cuales se
empieza a descubrir algunos planetas -¿ya muertos?, ¿todavía muertos?, no se
sabe-; a pesar de cualquier cosa que pensáramos sobre este teatro inmenso, para
el cual tenemos un billete de entrada pero su vigencia es ridículamente corta,
limitada por dos fechas decisivas; a pesar de no sé qué cosa más que pudiéramos
pensar sobre este mundo: es asombroso.
Pero en la expresión
«asombroso» se esconde una trampa lógica. Nos causa asombro lo que sobresale de
la norma conocida y comúnmente aceptada, de una obviedad a la cual estamos
acostumbrados. Pues bien, un mundo así, obvio, no existe. Nuestro asombro es
autónomo y no procede de ninguna comparación de ningún tipo.
De acuerdo, en el habla
cotidiana, la cual no recapacita sobre cada palabra, usamos expresiones como «la
vida común», «los acontecimientos comunes»... Sin embargo, en la lengua de la
poesía, donde se pesa cada palabra, ya nada es común. Ninguna piedra y ninguna
nube sobre esa piedra. Ningún día y ninguna noche que le suceda. Y sobre todo,
ninguna existencia particular en este mundo.
Todo indica que los poetas
tendrán siempre mucho trabajo.
(Discurso tomado del sitio "Clave, revista de poesía", no.1, febrero 2004.)
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