A veces le preguntan a uno qué libro se llevaría a una isla desierta. Yo me llevé al exilio sueco, en donde viví durante mucho tiempo, un ejemplar muy usado del libro de Felisberto Hernández, Las Hortensias, un libro editado por Arca. Ese libro me ha acompañado más de treinta años y ha formado parte de todas las bibliotecas que he armado; ha sobrevivido a divorcios y separaciones, a mudanzas y hasta a la quema de libros ordenada por militares caprichosos en los tiempos de la dictadura uruguaya.
Las Hortensias, la relación casi simbiótica entre un hombre y sus muñecas, fue para mí una anticipación de lo virtual, de la relación que yo y muchos otros hemos generado con nuestros avatares, con nuestras imágenes virtuales.
Felisberto atisbó, con esa mirada mágica y sorprendente del escritor demiurgo, el mundo que sesenta años más tarde nos rodea. En esa relación en un cuarto cerrado, huis-clos, entre un hombre y sus muñecas, hay elementos de clandestinidad, erotismo culpable y vergüenza social que hoy vinculamos con tabúes y estigmas.
Esas muñecas a las que Felisberto viste y a las que les atribuye historias personales, pasados y voces, son para el protagonista sus relaciones más fundamentales, sus interlocutores más preciados, las únicas que aman incondicionalmente, sin riesgos.
En el mundo de hoy, el mundo del sida y del postsida, en donde el sexo virtual ha sustituido al sexo real porque es menos peligroso y no se intercambian secreciones y no se corre el riesgo de enfermarse y de morir, las muñecas de Felisberto se convierten en la metáfora perfecta, en la sustitución de las relaciones reales con seres de carne y hueso.
Las personas somos imperfectas, las muñecas son perfectas; las personas amamos mal o a destiempo, creamos relaciones asimétricas, somos reincidentes, amamos erráticamente, no somos previsibles.
El amor de las muñecas es permanente y atemporal, aman incondicionalmente, no preguntan, no quieren saber, no se inmiscuyen en la vida de uno, no hurgan en las gavetas de la cómoda buscando pruebas de infidelidad, no son celosas ni exigentes ni demandan un tiempo que uno no quiere o no puede dar.
Son, en suma, las amantes perfectas para un protagonista aterrado por la vida y sus decepciones. En el marco estéril de la representación la fantasía tiene alas.
La mujer del protagonista es también cómplice de esa obsesión y sorprende a su marido haciendo que las muñecas usen su ropa; vestidos de novia o vestidos de gala, todo contribuye a crear una atmósfera teatral y onírica.
En la película Avatar, de James Cameron, reconozco elementos de Las Hortensias: ese soldado paralizado usando herramientas virtuales para recuperar el movimiento de sus piernas inútiles es también Horacio, el antihéroe de Felisberto, usando a las muñecas y a las leyendas creadas en torno a ellas para sustituir una vida pobre en desafíos.
El avatar, en principio cada una de las encarnaciones de la deidad hindú Vishnu, se ha transformado hoy en la representación en el cyberespacio de la conciencia detrás de la pantalla, del que, como el héroe de Cameron, quiere sustituir su cuerpo imperfecto con prótesis de animales o de máquinas. Este tema, tan caro al cine y a la ciencia ficción, la combinación de hombres con máquinas que se ha visto en Yo robot, en Terminator, en Matrix, tiene su antecedente literario en Las Hortensias, de Felisberto Hernández.
María, Horacio y las muñecas se combinan y se alternan, la pareja real pasea a la muñeca irreal “la mujer sin pasos”, la mujer real, María Hortensia, se confunde con la muñeca , Hortensia, y entre ellas se crea una complicidad que excluye al hombre, el sujeto del deseo.
En esa comunidad casi de caracteres erótico o por lo menos sensual entre mujer y muñecas el antihéroe de Felisberto se pierde y se vuelve invisible.
Él quería anticipar la pérdida de su mujer, María, haciendo una muñeca que se le pareciera. Pero la muñeca y la mujer cambian roles y papeles y ya no se sabe quién es quién. El pintor Hans Bellmer quedó también fascinado por las muñecas y la escritora Ana Clavel examina la similitud entre las obsesiones de Felisberto y de Hans Bellmer, que como el protagonista de la nouvelle de Felisberto, hace de sus muñecas sus partners.
Bellmer, el esposo de la pintora y poeta Unica Zürn, que se suicidó tirándose del apartamento que compartía con él en París, empezó a construir muñecas en Berlín en 1933. Condenado por el nazismo a no poder seguir trabajando, ya que su arte era considerado como “degenerado”, entartete, Bellmer se fue a París en 1938.
El deseo de Bellmer y su exploración de las muñecas como objetos de deseo está teñido de lo que Freud y Lacan llaman la teoría de la sustitución, en donde el objeto deseado y al que se teme perder es sustituido por una muñeca, avatar o máscara, a la que se le atribuyen las cualidades del objeto amado.
El Horacio de Felisberto y Hans Bellmer comparten un placer y una inclinación que hoy comparten muchos hombres. Pero no son las Barbie adolescentes y andróginas que se coleccionan, sino maniquíes de escaparate, vestidas con ropa real y con pelucas hechas de pelo de verdad.
Esas muñecas son confidentes silenciosas a las que se puede confesar atroces delitos y sueños que sólo el sacerdote y el psicoanalista pueden elaborar. Pero estas muñecas necesitan un Pigmalión que las traiga a la vida, que haga de ellas seres reales, como Gepetto quería que Pinocho, el niño de madera, se volviera un niño real en quien verter afecto y deseos, amor y solidaridad.
Horacio desaparece, se confunde en esa selva de muñecas y de mujeres que intercambian identidades. El sujeto del deseo sucumbe a la dinámica del deseo mismo, y las leyes que regulan lo onírico y lo lúdico ya no sirven para explicar cómo el deseo desbocado es capaz de crear de la nada y de seres uniformes y sin alma relaciones sentimentales y emociones muy semejantes a las que experimentamos con seres de nuestra misma especie, con los que son nuestros hermanos de aflicción y de gloria.
(Cuando terminaste de leer la noveleta del uruguayo supiste del gozo del que se privó don Luis Buñuel al no adaptar la historia a guión de cine. Se diría que las obsesiones de uno y otro se cruzaron en el camino sin llegar a reconocerse en ese espejo borgeano de las identidades, del otro y las paráfrasis monstruosas, de las caricias ardientes a una muñeca inerte y semejante a sí misma. Nota de Ana Luisa Valdés, "Las muñecas y Felisberto Hernández", clonada del sitio "La Jornada Semanal.")
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