No recuerdo quién observó, hace ya muchos años, que todas las películas de Visconti acaban con alguien con lágrimas en los ojos.
De haber prestado atención a ese comentario, aunque fuese para tratar
de rebatirlo, nos habríamos ahorrado muchos de los malentendidos que han
acompañado a Luchino Visconti desde el comienzo de su carrera hasta su
muerte y que, a mi entender, han empañado la visión de su obra.
Este detalle, que su reiteración -no recuerdo si hay alguna excepción
que confirme la regla- y su colocación en un punto tan determinante de
las películas impiden considerar anecdótico, indica la estrecha relación
de Visconti, por demás frecuente en el cine italiano, con el melodrama,
y quizá habría hecho menos escandaloso de lo que puede parecer un
iluminador paralelismo con Vincente Minnelli, que encuentro más
pertinente que las habituales comparaciones con Rossellini, De Sica, no
digamos con Fellini o Antonioni. Y quizá hubiera disipado el
mayor de los espejismos que obstaculizan la comprensión de Visconti, es
decir, la manía de encuadrarle en el realismo, escuela o estilo
que es tan limitador y deformante en su caso como cuando se aplica a
Jean Renoir, no por casualidad uno de sus maestros (Visconti fue
ayudante suyo en Toni, 1943).
Lo cierto es que ni sus primeros largos, Ossessione (1942) ni La Terra Trema (1948), pese a las apariencias, tienen gran cosa que ver con el realismo, pese a que se tendiera a establecer, por entonces, una
apresurada ecuación entre cine italiano y neorrealismo; ambas películas
eran, como otras varias de Visconti, adaptaciones literarias
-aunque no reconocidas como tales-, con una pronunciadísima voluntad
estilística que tiende no precisamente a la “transparencia” sino a la
más radical estilización, tanto pictórica (véanse los encuadres y la
iluminación en claroscuros, cuando no tenebrista, de La Terra Trema)
como teatral (su uso del espacio, la composición en profundidad y su
estilo de dirección de actores lo proclaman abiertamente) e incluso
operística en casos que no es preciso señalar. Nada extraño ni nuevo,
tampoco, en el cine italiano, aunque llevado a altas cimas de perfección
y apoyado en una amplia cultura y un gusto exquisito.
Entre el verismo de Giovanni Verga y la novela negra de James M.
Cain, sin embargo, hay poco en común, salvo que constituyen los
primeros “velos” o “filtros” -más aún que cimientos narrativos-
con los que Visconti trata de establecer una distancia que le permita
comprender con lucidez y ver con claridad aquello que narra y que, hasta
cuando más remoto y distante pueda parecer, le afecta siempre muy
profunda y personalmente. Otros armazones le darán, a lo largo
de su carrera, Zavattini, Dostoievski, Lampedusa, Albert Camus, Thomas
Mann, Gabriele D'Annunzio. Las fuentes son muy diversas, a
veces sorprendentes, pero la estilización es la misma, e igualmente
cuando se aplica a la puesta en escena -sistemáticamente resaltada como
una representación- de guiones originales (en los que participaba
siempre Visconti).
Por lo demás, desde muy pronto -salvo por la tendencia a considerar una obra “menor” Bellissima (1951)-
se vió que Visconti entendía el cine como artificio, ilusión y máscara,
de modo no muy distinto que la ópera en su película siguiente, Senso
(1954). Por si cabía alguna duda, ni la más prodigiosa fantasía permite
aplicar el calificativo de “realista” a su adaptación de Noches
blancas, en 1957, y no sólo por el decorado, sino por la propia elección
y la manera de hablar y de moverse de sus intérpretes.
Quizá Rocco y sus hermanos pueda parecer, si no se presta atención a su forma, “realista”, pero en el mismo sentido que -no sin razón, en el fondo- Como un torrente de Minnelli o Anatomía de un asesinato de Preminger. Porque, al igual que El Gatopardo
y otras varias situadas en el pasado, es cierto que reflejan una
realidad, pero siempre quintaesenciada y reelaborada; de otro modo,
hubieran sido documentos, no cine ni una manifestación artística.
Conviene, por eso, prestar atención a las películas más menospreciadas
de Visconti, las que sus paladines sectarios dejaron de lado porque no
se ajustaban al esquema que querían promocionar. Esto incluye su participación en una obra colectiva coordinada por Mario Serandrei y Giuseppe De Santis en 1945, Giorni di gloria, cortos y episodios, como Appunti su un fatto di cronaca (1951), Il lavoro (de Boccaccio "70) o el dedicado -en Nosotras las mujeres- a Anna Magnani y largos “malditos” como Vaghe stelle dell"Orsa..., L'étranger (creo que la V.O. es la francesa), la más testamentaria y reveladora, Gruppo di famiglia in un interno, o El Inocente,
probablemente las más melodramáticas, preferibles a sus películas
tardías más afamadas y prestigiosa, como Muerte en Venecia, La caída de
los dioses e incluso Luis II de Baviera.
El ciclo que le dedica la Seminci puede ser una buena
oportunidad para mirar de otra manera a Visconti, cuando ya no puede ser
usado como un arma arrojadiza y excluyente de otras maneras de entender
el cine, y descubrir que era, desde sus primeros pasos, un
gran director, aunque no, quizá, el paradigma del “intelectual
comprometido” o el “auténtico” creador del neorrealismo, sino algo más
modesto, menos pasajero y efímero, y en el fondo más complejo,
conflictivo, rico y amplio, desde luego más interesante, es decir, uno
de esos cineastas que han entendido el cine como un arte de síntesis,
capaz de englobar y aunar, potenciándolas, casi todas las formas de
expresión clásicas, desde la narrativa y la poesía hasta la escultura,
la danza y la arquitectura, además de las ya mencionadas, precisamente
para no contentarse con reproducir sumisamente la realidad, sino para
recrearla, con los medios propios del arte, reinterpretándola y
haciéndola más inteligible, gracias precisamente a las tupidas
redes de artificio con las que ha sido capturada y moldeada para que
cobre sentido para el espectador.
La sensibilidad y la inteligencia que conjuntamente definen lo mejor de
Visconti, lo menos autocomplaciente y lo más medido, cualquiera que sea
su longitud: es decir, tanto los 160 minutos de La Terra Trema, las tres horas de Rocco e i suoi fratelli o los 205 minutos de Il Gattopardo como los tres cuartos de hora de Il lavoro o los 8 minutos de Appunti.
(Ensayo de Miguel Marías, 24 octubre 2001, tomado del sitio El Cultural.)
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