Retrato de un pájaro
Quédese usted quieto señor pájaro que no tengo tiempo para fotografiarlo.
Quédese Ud. como Dios manda y los buenos modales.
El pico en alto, ese instrumento de la maravilla, del pillaje y de la calumnia.
No debería Ud. señor Pájaro ser tan chismoso.
Bien sabe que todo el vecindario lo considera como un monarca de las tinieblas
y por eso me cuelgan de las ventanas ramos de hierbas olorosas
y dibujan sobre mi puerta con sangre y sal leyendas intraducibles.
Lo he comprado a Ud. señor Pájaro en el mercado de los otros pájaros.
Pero Ud. no es como los otros. Ud. anuncia la tormenta y la nieve
y sus mayores fueron los augures de las enfermedades del lejano vivir.
Es incomprensible cómo, pero cómo Ud. una criatura tan solemne y misteriosa
haya podido caer en la jaula que le tendieron los chiquilines en la montaña,
cómo lo engañaron con un mísero puñado de alpiste y unos trocitos de carne
disuelta en agua,
cómo se dejó cortar esas alas negras y vendar esos ojos de ópalo que se
asemejan a los países de la nostalgia.
Yo no entiendo cómo Ud., un pájaro tan sobrenatural,
tan espectral, tan lleno de ferocidad y de amor
pudo llegar a esto, un presidiario que se vende, que ha perdido el oro
de sus patas y de su pico,
que sus plumas son fulgurantes piedras capaces de atravesar el conjuro del sol,
que todo lo que le venía por estirpes y dinastías, lo ha perdido
como se pierden los difuntos en los países del agua y del viento.
A veces, cuando lo veo en su jaula, debatiéndose en vano,
quisiera escarbar con una aguja sus sesos,
ver qué ha sucedido adentro de Ud. para ese cambio tan misterioso,
en dónde ha quedado su poderío desconocido, su lujuria para amar,
sus corrupciones entre los otros pájaros, el escándalo que despertaban sus silbidos
en la corte del Rey de las Barajas.
Y lo veo así, castrado, ruinoso, melancólico, dándose contra los hierros,
mirando cómo suceden los días y el porvenir se le presenta con olor a gato,
con los pobres comestibles del mendigo en su jaula, con piojos y flautas metálicas
que quieren enseñarle nuevamente a cantar,
con sus ojos fatigados como las lámparas del festín de Baltasar,
esperando el crimen que habrá de salvarlo definitivamente.
Esa puerta que no da a ningún país de maravillas.
Esa puerta que se abre hacia el hechizo de la sangre.
("marcelo leites")
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