De mis tiempos
En mis tiempos había tiempo.
Recuerdo bien que por ejemplo
la higuera derramaba esparcimiento
y una rosa nos duraba
mucho más que cualquier empleo.
Por otra parte las siestas
se pedían prestadas a la muerte.
Quizás el tiempo era como las frutas,
se regalaba a los vecinos
después de verlo madurar.
Se compartía en las veredas
entre abanicos y señores
de sosegada camiseta,
mientras parsimoniosamente
iban escobas y venían
amontonándolo como importantes.
Y la eternidad sentadita
en su silla de paja, porque sí.
Es que era siempre tan temprano
ya tan segura la abundancia,
la inundación de treguas oportunas
que se guardaba el tiempo en los sombreros
y un día se lo derrochaba todo
en un solo saludo, saludando.
Uno viajaba en libros a todas partes
y visitaba diferentes ocios:
el de al lado, el de enfrente, el de las tías.
No se había inventado
el maleficio de la prisa, no.
De ninguna manera. Los espejos
esperaban de sobra
que uno peinara su pausado pelo
que uno se terminara de encontrar.
El tiempo era un perfume y no venía
nadie a medirlo ni guardarlo en cajas.
Los trenes, todo lo que hacían
era aludirlo en los horarios.
Se podía llorar a gusto
porque eran lentos los rincones
o quizás porque había aún macetas
donde depositar una lágrima
sin que las flores se opusieran.
O porque la llovizna hablaba
en un idioma sin resentimiento.
Todos usaban tiempo y lo perdíamos
cómplices de su lujosa permanencia
y hasta el hastío
era un modo de ser de los balcones
que enternecía delicadamente.
Creo que todavía queda un poco
de tiempo verdadero, pero lejos.
Pero muy lejos, en algunos patios
refugiado en aljibes.
Se queda todavía en niños solos
que reinan sobre umbrales
y en la lustrada majestad del gato.
Supongo, ya no sé, nada sabemos.
Tiempo sin ser castigo.
Yo llegué a conocerlo: está encerrado
en lo más vivo de mi corazón.
Después vinieron los relojes.
(fuente: "estación quilmes")