La prueba de que un escritor no tiene que estar necesariamente en el lugar de los hechos o en los pueblos de los que habla la da muy bien Roberto Bolaño en Los detectives salvajes. Este chileno enamorado de México porque aquí vivió a los 17 años (una edad crucial en la vida de todo ser humano) se pasea por el norte de Sonora como Pedro por su casa. Y habla del Sáric, Pitiquito, Tubutama, Caborca, el Sásabe, El Ati, Oquitoa, porque tiene una gran fascinación por los nombres de origen ópata o pápago.
La eufonía toponímica sonorense enloquece a Bolaño. Su flujo narrativo es como el de un río que va a dar a la mar (como todos los ríos: ¿qué tal que fuera al revés?) o que se desvanece como el río Sonora antes de llegar a la costa de Hermosillo. Se evapora, se filtra hacia el subsuelo y emerge en la imaginación narrativa del novelista chileno que hace diez años, a los 50, en algún lugar de la Costa Brava española, dejó de estar entre nosotros.
¿Cómo que un novelista no tiene que haber estado en los lugares que describe? Pues así es. Puede uno hablar de esos conejos rojos que se ven a los lados de la carretera transpeninsular bajacaliforniana. ¿Cuáles conejos rojos? Pues los que yo digo, sin dar explicaciones.
Así procede la invención literaria, con gran libertad, pero orden en la prosa, sin explicar nada.
“A los lados de la carretera veíamos a veces alzarse una pitahaya, nopales y sahuaros en medio de la reverberación del mediodía”, escribe Bolaño en Los detectives salvajes. Tal vez a un mexicano nunca se le hubiera ocurrido hablar de los nopales. Añade el personaje narrador que de Pitiquito se fueron, él y sus camaradas, a Santa Ana y al Altar. Y de Hermosillo describe el edificio de lo que fue antes la penitenciaría del Estado y ahora es oficina del Instituto nacional de Antropología e Historia (INAH): “El edifico es de piedra. Tiene tres plantas y una torre que sobresale de las demás torres de vigilancia…”. Se demora en la no improbable extinción de los pápagos que viven allí, en la Pimería Alta. “En México solo quedan unos doscientos pápagos. En efecto son muy poquitos, reconocemos. En Arizona hay unos dieciséis mil, pero
en México solo doscientos”. El capítulo se titula Los desiertos de Sonora (1976). Parece que está viendo un mapa: “Pasamos como fantasmas por Navojoa, Ciudad Obregón, Guaymas y Hermosillo”.
Pero lo más interesante es que Roberto Bolaño nunca estuvo en Sonora.
Su paisano, el arqueólogo Julio Montané, ha vivido en Hermosillo desde los primeros años del exilio chileno y ha trabajado en el INAH que tiene como sede la antigua penitenciaría del Estado. Julio —me cuenta Marina Ruiz— conocía a Roberto desde muy jovencito. Bolaño era muy amigo de uno de sus hijos, de Bruno, especialmente, que vivía en Barcelona.
Marina está convencida de que Bolaño conoció el Atlas de Julio Montané que también ha hecho otros catorce volúmenes sobre la geografía, los recursos, la historia, de Sonora, desde el precámbrico hasta el siglo XX.
“Misterio aclarado”, dice Marina Ruiz. “Bolaño recorrió Sonora sobre las carreteras de papel del Atlas que hizo Julio Montané. Bruno (posible Felipe Müller en la novela) confirma la sagaz hipótesis: sí le prestó el Atlas a Bolaño”.
En un cuento, El gusano, Bolaño vuelve a Sonora y funda la ciudad de Santa Teresa, escenario de su obra póstuma.
(nota de Federico Campbell, "Bolaño en Pitiquito", reproducida del sitio "rio doce", Culiacán.)
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