Hacer cosas estúpidas se convirtió pronto en la forma habitual de ser un rolling stone, cuando aquellos chiquillos dejaron de hacer versiones y de correr tras la esencia del blues y del rock & roll, sonidos americanos que idealizaban en su enmohecido mundo de Londres, hace ahora 50 años, con una batería a todo swing, guitarras rítmicas de riffs certeros, un bajo de aliento soul y un cantante sobreexcitado.
En un loco abandono, aquellos intrépidos gozadores de jóvenes muchachas e insaciables probadores del estado alterado de la conciencia tomaron el camino de la perdición. Eran como caníbales: devoraban a todo aquel que se acercara a ellos, ya fueran novias, amantes, amigos, colaboradores, abogados, pirados, camellos o músicos, incluso se devoraron entre ellos mismos. Brian Jones murió en 1969. Keith Richards murió varias veces también, aunque inexplicablemente su corazón siga latiendo, sin que la ciencia haya logrado dar una explicación convincente al respecto.
«Ocurrió todo tan rápido... Y Andrew Loog Oldham fue el que supo aprovechar la oportunidad, lo tenía muy claro. Nosotros, cuando menos, éramos conscientes de haberle prendido fuego a algo que, francamente, hoy sigo siendo incapaz de controlar». Keith Richards, en sus memorias, 'Life' ('Vida')
Adoptaron el rock & roll como una forma de vida y de su forma de vida salió un nuevo rock & roll. De repente, habían atrapado la insatisfacción de la juventud y el espíritu de su tiempo con una virulencia que perforaba años, décadas de educación. En el vertiginoso verano de 1965, '(I Can't Get No) Satisfaction' fue la bisagra hacia ese cambio de paradigma, un single de éxito desproporcionado y de influencia total que aún es considerado una de las mejores canciones en la historia de la música popular. Eran tiempos de rebelión frente a la alienación y el conflicto generacional, pero la suya era una rebelión manifiestamente sexual: su concupiscencia era una máquina de bombear canciones como seísmos carnales.Aquella música sin conciencia ni moralejas alcanzó su estadio más refinado entre mediados de los años 60 y mediados de los 70, entre el culmen de su etapa londinense (con el álbum 'Aftermath', el primero compuesto íntegramente por canciones propias) y el insuperable cuarteto grabado tras la ruptura con su manager y productor, Andrew Loog Oldham, y con el guitarrista Mick Taylor (después sustituido por Ron Wood): 'Beggars Banquet' (1968), 'Let It Bleed' (1969), 'Sticky Fingers' (1971) y 'Exile on Main St.' (1972).
Mientras tanto, la muerte les rodeaba, flotaba en piscinas, en asientos de coche, en habitaciones de hotel. Sus discos provocaban asombro. Su comportamiento, estupor. Eran leyenda. El nihilismo de aquel circo en ruinas fue 'glamourizado' por varias generaciones que admiraban su interminable autodestrucción: si la música era el destilado de sus vidas, disfrutarla era como experimentar el peligro sin correr riesgos.
Los años 80 fueron el rompeolas de su degradación. El final... Hasta que Jagger decidió que aquella sí que podía ser «una oportunidad realista de forma de vida». Transformó The Rolling Stones en una franquicia, como el empresario que compra de nuevo la fábrica familiar para reabrirla y adecuarla a los nuevos tiempos. Por eso cuando uno de los socios fundadores, Bill Wyman, abandonó la junta directiva en 1993, no sucedió nada de importancia.
Desde entonces, Jagger, Richards, Charlie Watts y Wood interpretan el legado de aquella década gloriosa de 1965-75 con mayor o menor grandeza, según la noche. El espectáculo de la lujuria y la insatisfacción, la esencia del blues y del rock & roll. Algo absolutamente estúpido, algo maravilloso.
(nota de Pablo Gil en El Mundo en línea.)
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