Los artículos de Natalia Mendoza en la revista Nexos y los ensayos reportaje de Magali Tercero sobre las víctimas de la violencia nos han hecho ver que nos conmueve más lo que sucede en un escenario teatral o de cine o en un libro que lo que pasa en la realidad. Hemos llegado a ver con pasmosa naturalidad el espectáculo de la masacre: los troncos abandonados en las cunetas de las carreteras y los caminos vecinales. Unos niños juegan al futbol en un campo de la sierra de Chihuahua, en Chínipas. Y esa cabeza carcomida y apisonada como chicharrón prensado es (o era) la de un joven narcotraficante o víctima inocente de todo delito.
En Guadalajara amanece un día con el terror de una camioneta llena de cadáveres, algunos decapitados. En Monterrey, en cuanto esclarece el día y se evapora la madrugada, triunfan a la vista de todos nueve hombres colgados de un puente, como si no existiera el Estado, como si no hubiera Policía ni Ejército. El crimen ha tomado la plaza y en no pocos lugares ha sustituido al Estado, como lo reconocen el general Galván y el mismo presidente de la República.
No es raro en la sierra del narco que a un hombre cualquiera (un padre de familia con sus hijos, un empleado del Gobierno que anda trabajando, un profesor de escuela rural como el de Luvina, el cuento de Juan Rulfo) se le confunda con un agente de la Judicial o como un pimpinela escarlata del otro cártel que se ha infiltrado en sus filas. Cuerpos jóvenes mancillados por la sevicia y la tortura. Miles de inocentes y de pobres que no pudieron escapar al sadismo de un Ejército de psicópatas, animados por la coca o las anfetaminas.
En 1965, aquí en México, varios amigos solíamos ir al cineclub del IFAL (el Instituto Francés para América Latina) y nos educábamos sin saberlo en la historia del cine, gracias a Emilio García Riera, Antonio González de León y Fernando Macotela. Veíamos todo: todas las películas de Bergman, las de Chaplin, las de Jean Renoir, las de René Claire, las de Jean-Pierre Melville, Antonioni, Godard, Trouffaut. Pero un día salimos abatidos del IFAL: algunos llorando, otros callados, enmudecidos, aplastados por una emoción extraña. Acabábamos de ver Noche y niebla, el documental de Alain Resnais.
Yo creí desde entonces que Alan Resnais le había puesto ese título por inspiración poética o para disimular una cierta y amarga ironía: Nuit et Brouillard. Han pasado cincuenta años desde entonces y ahora me entero de que Noche y niebla era el nombre de un decreto del Gobierno del Nacional Socialismo en Alemania: Nacht und Nebel, del 7 de diciembre de 1941, en el que se estatuían las directivas para la persecución de los enemigos del Tercer Reich en territorios ocupados, que no significaba otra cosa que la “solución final”, es decir, la extinción toda de los judíos en Europa.
El documental está hecho con stock (material fílmico guardado) que los propios nazis se encargaron de filmar. ¿Por qué? Nadie filma sus propios crímenes porque la película puede convertirse en una prueba de sus fechorías. Pero era tal la soberbia de los nazis que pensaban que nunca nadie los iba a denunciar y consignar ante la justicia. Montañas de cadáveres eran removidos por caterpillars y depositados en una ancha y profunda fosa común, como en el Noreste de México, aunque no en semejantes cantidades. Cuerpos de inocentes que murieron antes de hambre porque la muerte no es el instante en que se muere sino lo que sucedió horas, días, semanas antes del punto final.
(La noche ha caído sobre el país, ¿se levantará la niebla algún día? Nota de Federico Campbell, "Noche y niebla en México", tomada de "río doce" en línea.)
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