domingo, 31 de octubre de 2010

ALATORRE, DE UNA PIEZA

En noviembre de 1998, a unos días de recibir el Premio Nacional de Lengua y Literatura, Antonio Alatorre (1922-2010) concedió una larga entrevista en su casa de Las Águilas. Erudito y dicharachero, el filólogo se soltó al hablar durante horas de su vida y de sus investigaciones. El resultado fue el siguiente texto escrito en primera persona que él leyó cuando estuvo listo, pero entonces pidió que no se publicara tal cual.
“Sueno como a Borges y además me voy a meter en muchos problemas. No digo que haya mentiras pero no, Prefiero que me hagas otra entrevista y que esto lo guardes y lo publiques cuando yo ya no esté..., que será pronto, ya verás”. Pero Alatorre afortunadamente vivió 12 años más, hasta el pasado jueves 21 de octubre.
La versión conocida, y menos polémica, se publicó en el desaparecido suplemento cultural sábado. Lo que ahora se publica es sólo un fragmento de la larga versión original, en primera persona, que intenta retratar al estudioso de la literatura de los Siglos de Oro, en especial de sor Juana, al testigo de primera mano de la vida literaria del siglo XX, al polemista temible y al maestro entrañable.
Cuando Juan José Arreola se fue a París a fines de 1945, sentí que Guadalajara se quedaba árida; entonces decidí venir a la ciudad de México a la buena de Dios. Antes sólo le había escrito a don Alfonso Reyes, que respondió mi carta como acostumbraba hacerlo siempre con quien le escribiera, porque era un persona extraordinariamente amable. Y con la misma amabilidad que don Alfonso, me recibió también Daniel Cosío Villegas. Este me trató muy bien cuando le dije que tenía ganas de estudiar Letras. Sin embargo había un problema; en El Colegio de México sólo funcionaba un Centro de Estudios Históricos, pero no existía uno de estudios literarios, así que, mientras se abría, Cosío Villegas me ofreció un trabajo en el Fondo de Cultura Económica.
Este amor por el trabajo editorial ya lo traía desde que Juan José Arreola y yo hacíamos casi de contrabando la revista Pan en una imprenta de mano que estaba en los talleres del periódico El Occidental, en Guadalajara. A Juan José lo conocí cuando acababa de publicar en la revista Eos un cuento largo, “Hizo el bien mientras vivió”, una primicia ya que antes no había publicado nada.
Lo conocí cuando un amigo que le hacía a la escribidera en la Facultad de Derecho (en donde dizque yo estudiaba), al ver que yo también le hacía a la escribidera pensó que quizá estaría interesado en un trabajo en El Occidental, y me puso al tanto de la oportunidad. “Ahí vas a conocer a un tipo muy curioso”, me anticipó. Y aquel tipo curioso resultó ser un tal Juan José Arreola, de quien me volví cuate instantáneamente; lo cual fue maravilloso porque yo, que era un pendejo genuino en cuestiones de literatura, pude aprender mucho de ese hombre que, sin certificado de primaria, había paseado largo y tendido por la literatura. Así nos hicimos amigos y al poco tiempo hacíamos la revista Pan.

La generación de “Pan”

Cuando José Luis Martínez me dijo que había que reproducir el facsímil de Pan, me reí porque para mí esa revista no fue sino una vacilada; pero José Luis me respondió que fue una vacilada en la que se publicaron primicias de Arreola y de Rulfo. Sin embargo, en ninguno de los dos casos puede decirse que lo publicado en Pan fueron primicias, porque Rulfo ya había publicado un cuento en la revista América, que editaba Efrén Hernández, mientras que Arreola, como digo, ya había dado a conocer “Hizo el bien mientras vivió” en Eos.
Las revistas que han hecho historia como Contemporáneos o El Hijo Pródigo, por ejemplo, han surgido de un grupo, mientras que Pan nació de un grupo formado por dos personas: Juan José y yo; por eso era una revista pequeña que regalábamos, y uno de nuestros lujos era no publicar ningún anuncio de cosméticos ni de pelucas ni de nada.
Al salir el primer número de Pan, como Arreola y yo éramos muy amigos de Juan Rulfo, se la llevamos a su oficina, que estaba muy cerca de El Occidental. Juan José, que lo conocía muy bien, fue quien me presentó a Rulfo, un personaje que me resultó enigmático.
Cuando conocí a Arreola, me pareció un hombre muy curioso por sus movimientos, que me hacían imaginarlo lleno de azogue. Con él quedé apantalladísmo, y con Rulfo también, pero en otro sentido. Rulfo era más bien silencioso, metido en una oficina, donde estaba sólo de güevón. Juro que Arreola y yo nunca lo vimos hacer nada cuando llegábamos a visitarlo en aquella oficina adonde se encerraba a leer novelas gringas. Esto era lo único que hacía.
Para mí resultaba gracioso tener como amigos a un ser tan activo como Arreola y a un burócrata de tercera fila que no hacía más que leer novelas gringas. Rulfo era silencioso pero de pronto nos contaba cosas con ese humor un poco socarrón que tenía, y entonces Arreola y yo comentábamos que Juan era un tipo formidable, un tipo formidable que nos tomó por sorpresa cuando, al regalarle el primer número de Pan, en respuesta nos entregó un texto llamado “Nos han dado la tierra”, diciéndonos: “Ahi a ver si les sirve un cuento”. Arreola y yo nos quedamos, como se dice, de a seis. Y es que no sabíamos que Rulfo escribiera. Naturalmente publicamos su cuento de inmediato.
Por ese momento que viví en Guadalajara, la época de la revista Pan, puedo decir que tengo el honor de formar parte, junto con Arreola y Rulfo, de una misma generación, una generación de tres cuates cuyas vidas fueron muy distintas en los años siguientes.

Los consejos de Arreola a Rulfo

Fue en Poesía en Voz Alta cuando traté a Octavio Paz, a quien ya había conocido en París. Sobre esos años escribí en un texto llamado “Octavio Paz y Poesía en Voz Alta”, que me pidieron en la revista Textual cuando le dieron el Premio Nobel. ¡Qué agradable era tratar con Octavio Paz en 1956, cuando era uno de nosotros! En ese momento el Premio Nobel era algo inconcebible.
Sin embargo, al ganar el Nobel, Octavio se fue a la estratósfera y uno aquí, en la Tierra, apenas lo veía. Después del Premio, se hizo muy vanidoso; una consecuencia natural de la fama, la cual surte algunos efectos desastrosos que he visto también, por ejemplo, en Rulfo, aunque no a la manera de Octavio.
Cuando conocí a Rulfo en Guadalajara, en la época en que se la pasaba leyendo puras novelas gringas, me recomendó sus lecturas. Gracias a él la primera novela gringa que leí fue una de Erskine Cadwell, y luego me ponderó mucho a William Faulkner, de tal manera que compré Santuario en inglés y me di cuenta que el entusiasmo de Juan estaba muy justificado. A mí Faulkner me impresionó muchísimo también.
Bien, pues cuando se cumplieron 25 años de la aparición de Pedro Páramo, Juan hizo unas declaraciones muy solemnes en Excelsior, en las que comentaba algo más o menos que decía así:
“Se están diciendo muchos cuentos sobre cómo escribí Pedro Páramo, y ahora voy a contar cómo ocurrieron las cosas para que ya no se anden con más cuentos. Por ahí se dice que hay influencia de Faulkner en Pedro Páramo. No es verdad, porque cuando escribí Pedro Páramo no conocía a Faulkner.”
Y ahí lo agarré en una mentirota. Si yo me hubiera llevado con Rulfo en ese momento, le habría dicho: “¡Pero, Juan, cómo dices eso, por qué! Pero ya no nos veíamos. ¿Por qué lo dijo? Por la fama, por la pinche fama. Él, que sin duda era muy ingenuo, pensó que quienes hablaban de la influencia de Faulkner en Pedro Páramo estaban achicando su novela. Y claro que su novela tiene influencias. El haber desconocido sus lecturas de Faulkner constándonos a varios, no sólo a mí, pues, por ejemplo, Arreola también fue testigo, se explica por los efectos de la fama.
Otra cosa lamentable fue que, al hacer sus declaraciones sobre Pedro Páramo, Rulfo no mencionaba que Arreola lo sacó del aprieto final, cuando no sabía qué hacer con el pedacerío que había escrito para el Centro Mexicano de Escritores; y es que Arreola fue quien le dijo: “Pero es que así es esta novela; son fragmentos, vamos a organizarlos”, cuando él estaba neurótico porque ya tenía que entregar la novela. Entonces Arreola le propuso serenarse para organizarlo.
Esa parte tan importante no la contó Rulfo, lo cual también fue una forma de mentir bajo los efectos de la fama. ¡Nada de que la estructura de Pedro Páramo obedecía a una intención de... ni qué la chingada! Y es que Juan hablaba como si hubiera sido un genio planeador de esa estructura temporal y de todo lo demás. No. Todo fue resultado de algo no premeditado y de que Arreola le propuso dejarlo así. Cómo no voy a decir esto, si recuerdo cuando Arreola me dijo: “El otro día vi a Rulfo. Ya terminó. Por cierto que andaba muy preocupado por... y entonces le ayudé a...”
Yo estaba muy pendiente de todo esto porque había visto en la Revista Universidad de México “Los murmullos”, un adelanto que me dejó fascinado, y cada que veía a Juan le preguntaba: “¿Cuándo, cuándo el libro?”

Los efectos de la fama en Paz

En el caso de Octavio Paz, los efectos de su fama los percibí según se comportó en los distintos contactos que tuvimos. Esta es la historia.
Cuando Octavio publicó Las trampas de la fe, me envió su libro con una dedicatoria amable. Lo leí y dije, pues sí es un libro muy importante, aunque está lleno de cosas con las que no estoy de acuerdo. Y al leerlo comencé a marcar mi ejemplar para señalar las erratas o para subrayar cuestiones de contenido. Hice una lista de más de cien erratas y se la mandé a Paz, quien me contestó en una carta muy agradecido. Por esto, en la tercera edición de su libro añadió a los agradecimientos, uno mí, que está redactado de manera tan ambigua que algunos han entendido que Octavio me sometió su manuscrito y que yo le di el visto bueno, lo cual no hubiera sido posible. Ahí terminó el asunto.
El otro contacto fue muy distinto. En 1993, cuando hubo un simposio sobre sor Juana en la UNAM, me pidieron que lo inaugurara. Entonces pensé que era una buena oportunidad para decir cosas que tenía ganas, entre ellas que el poema más importante de sor Juana, Primero sueño, es uno de los que recibe el peor tratamiento en el libro de Octavio, quien no lo entiende en cuanto a conjunto; porque, aparte de complicarlo innecesariamente, mete un montón de cosas que no están en el poema, o sea que fantasea y toma el poema como pretexto para decir cosas tremebundas (por ejemplo, algo que llama mucho mi atención es que varias veces dice que el Sueño es una especie de viaje espacial, y habla de las esferas siderales; pero esto no es cierto, no hay tal cosa).
Entonces escribí un texto, lo leí y, antes de publicarlo, le mandé copia a Paz para que no le sorprendiera. Recuerdo que le dije: “Te envío esto porque si lo ves de pronto en imprenta ya sé lo que vas a decir: ‘¡ah, enemigo!’ Esta es una crítica y tú, aceptador de la crítica, dime si algo no está bien.” Pero no pudo decirme nada excepto una cosa un poco ingenua: que había querido engrandecer a sor Juana y que yo la achicaba (como si inflar a sor Juana con hermetismo fuera engrandecerla); así que en resumidas cuentas no pudo decir nada.
Todo está por escrito; comenté y discutí con Paz por escrito, por eso me apenó que, a causa de los comentarios que dije en El Colegio de México sobre mi relación con Octavio, semanas después de que había muerto, me acusaran de aprovecharme de su muerte.
Otro incidente con Paz sucedió cuando al publicarse La segunda Celestina, dizque escrita por sor Juana -según Guillermo Schmidhuber- lo obligué a publicar en Vuelta mi artículo sobre el descubrimiento de Schmidhuber.

El rigor del crítico

Yo tengo una visión muy estricta, exigencias de seriedad muy concretas, de manera que cuando me encuentro con un interlocutor que pretende discutir sobre los temas que he investigado toda mi vida y me dice “no, es que de esto no sé”, “esto no lo he leído”, para mí entonces muere la discusión. No me refiero a mi nivel intelectual, nada de eso, hablo de los pertrechos de lectura. Por esto le dije no a Guillermo Schmidhuber y no a José Pascual Buxó a propósito de sus investigaciones sobre sor Juana.
Una cosa que no me parece bien en el sorjuanismo mexicano moderno es la aceptación de todo lo que dice Octavio Paz como si ya hubiera hablado el maestro, el oráculo. En otro nivel, esto también sucede con lo que ha dicho Elías Trabulse, a quien se cita y se cita como si fuera también un oráculo.
Falta crítica, y la razón de esto es que realmente los sorjuanistas no están bien formados. Un ejemplo es mi amiga Margo Glantz, quien ha aplaudido a Paz y a Trabulse una y otra vez. Ella hace muchas otras cosas, es decir, no está metida completamente en el tema, y entonces es natural que acuda a Paz, a Trabulse y a mí; sin embargo, mi amiga no está para hacer crítica sobre sor Juana, está para hacer ensayismo a propósito de sor Juana, sobre la situación de la mujer, sobre la opresión, etcétera. Todo esto es legítimo, pero lo más importante es leer a sor Juana atendiendo los textos mismos, que son lo central, porque el conocimiento directo del texto debe ser el núcleo de todo estudio literario, no las especulaciones personales en donde el texto queda lejísimos. Como Margo, muchos otros están así.
Sin embargo, nadie afecta a sor Juana por lo siguiente: el secretario de la Condesa de Paredes, Francisco de las Heras, fue testigo de cómo el nombre de sor Juana estaba en boca de todos los mexicanos que iban a las iglesias y oían cantar sus villancicos y decían: “Son de una monja muy sabia”, de manera que todo el mundo sabía que en San Jerónimo vivía una monja muy chingona. Esta era su aura popular.
De las Heras, al escribir uno de los dos prólogos del primer tomo de la obra de sor Juana, que se llamaba Inundación Castálida, publicado en España, aclaraba a los españoles: pero no vayan a pensar que la monja es una populachera; lo que pasa es que cuando hay una llama chiquita, como la de una vela, un soplo llega y la mata; pero cuando se trata de una gran llama, el viento la aviva.
Este es un testimonio de alguien que vio el fenómeno sor Juana, a quien todos le aplaudían. Que se hable de ella en conferencias y simposios y que estampen su imagen en billetes es su aura popular; pero siendo ella lo que es, todo esto es inofensivo, porque lo aguanta y lo seguirá aguantando sin duda.


(Con la muerte de Antonio Alatorre muere también una generación de autores importantes del siglo XX en México, los que hicieron camino entre los temas de un país rural a uno urbano, en los extremos estarían Juan Rulfo con dos libros medulares y Juan José Arreola con una prosa cargada de un aliento poético; pero estarían también los estudiosos de la creación literaria como José Luis Martínez, Octavio Paz y el propio Alatorre, quienes se ocuparon de la raíz de la poesía, sor Juana Inés de la Cruz. La entrevista se reproduce del diario El Universal, donde aparecen los tapatíos de cuerpo completo.)

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