UNO.
En un bello relato de Jorge Luis Borges ("Los teólogos"), el heresiarca Euforbio -jefe de una secta de anularios o monótonos, que profesan el eterno retorno-, antes de entrar en las llamas de la hoguera, exclama: "Vosotros no encendéis una hoguera, sino un laberinto de fuego. Si se uniesen aquí todas las hogueras que yo he sido no bastaría la tierra para contenerlas y los ángeles se quedarían ciegos. "Después gritó para que las llamas lo alcanzasen." Los teólogos del relato son Aureliano, coadjutor de Aquilea, y su oponente Juan de Panonia. Los dos hombre, que nunca se han visto, se pasan la vida refutándose alternativamente, pero ninguno de los dos da nunca el nombre del otro. Un día, una indirecta alusión de Aureliano lleva a Juan ante un tribunal de inquisidores y finalmente a la hoguera. Y cuando las llamas se alzan, Aureliano ve por primera y última vez el rostro del odiado. Muchos años después, Aureliano, herido por un rayo, muere como había muerto Juan. Y quizá "en el reino de los cielos, donde no existe el tiempo, Aureliano supo que por la insondable Divinidad él y Juan (el ortodoxo y el hereje, el acusador y la víctima) formaban la misma persona."
DOS.
La tentación metafísica está presente en casi todos estos relatos. En El Aleph, un personaje descubre que bajando a un sótano, poniéndose boca abajo y fijando la vista en el decimonoveno escalón de la escalera, se ve todo el universo, el pasado, el presente y el futuro encerrados en una esfera de dos centímetros de diámetro: aparición no menos perturbadora que el ángel de Ezequiel, con sus cuatro rostros mirando simultáneamente a oriente y occidente, al norte y al sur. El angustioso relato parece escrito a cuatro manos por Tomasso Landolfi y por el Cecchi de La lettera de presentazione, y está sostenido por un sutil humorismo que en vano buscaríamos en los más conocidos autores de relatos extraordinarios. Son éstos los primeros nombres que me vienen a las mientes leyendo a Borges: a ellos se pueden añadir los de Poe, Hawthorne, Villiers de l'Isle Adam, Unamuno, Kafka y quizá Nerval; e inútilmente se continuaría, durante un rato, citando nombres. Inútilmente, porque Borges es un escritor original, no desmerecedor de la fama que ha alcanzado en restringidos círculos de lectores, entre los cuales no faltan los fanáticos. Con él, escritor de formación europea, por primera vez un autor argentino hace verdaderamente mella en Europa.
El libro que contiene los dos relatos aquí recordados se titula El Aleph y lo ha publicado Feltrinelli en una excelente traducción de Francisco Tentori Montalto. Hace tres años había ya aparecido, de Borges, en versión italiana, el libro Ficciones (La biblioteca di Babele, Ed. Einaudi). Los dos volúmenes son suficientes para dar cuenta de la actividad narrativa de Borges, pero no son pródigos en noticias.
TRES.
El escritor nació en 1900, según la Storia della letteratura ispano-americana de Ugo Gallo, quien lo incluye entre los poetas ("épica desnuda y absoluta, poesía del urbanismo"); mientras que un reciente diccionario universal, nació en 1899 y las historias de El Aleph están comprendidas dentro de su producción ensayística. Probablemente, no se pueden trazar límites exactos en una actividad de la que sólo conocemos una parte. Estos mismos relatos, oscilantes entre la "gregueria" y el poema en prosa, entre la seca narración de un Kleist dejado en los puros huesos (Emma Zunz) y el escalofrío balzaciano de El Verdugo, alternan con las divagaciones utopistas de Ficciones, con las muchas páginas que inventan países, literaturas, lenguas, autores inexistentes. Es posible que en Borges haya también bluff, pero no cabe duda de que su encarnizada búsqueda de absoluto, su capacidad de hacer que todo el cosmos entre en una caja de fósforos le da un carácter enteramente suyo y lo sitúa entre los escritores de hoy más dignos de consideración. Bien es verdad que su instrumental no le pertenece en propiedad, pero su inquietud es sincera, es de todos nosotros.
31 diciembre 1959
(texto reproducido de Eugenio Montale, Auto de fe,
Argos/Vergara, Barcelona, 1977, traducción Enrique Molina
Campos.)
(Dicen las malas lenguas que Jorge Luis Borges sollozaba por que siempre fue el fatigado cantidato al Premio Nobel de Literatura y hoy, seguramente, celebraría la exclusión de afortunado, no por los distinguidos con ese trofeo luego de su ausencia física, sino porque su literatura sigue aún como objeto de estudio en varios y distintos países. Con el afán de no olvidarlo y tenerlo presente en una lista de relecturas probables, se ha desempolvado esta modesta aportación del poeta italiano, también distinguido con el galardón noruego.)
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