lunes, 4 de octubre de 2010

ROSA CARBÓN DIAMANTE

 

 


Xavier Villaurrutia (1903-1950). Foto: Especial
Debiera haber una antología de poetas —digo bien: de poetas y no de poemas— en la cual a cada uno lo representara una pieza que, no siendo necesariamente autobiográfica, fuese su lírico autorretrato. Allí creo que estaría Xavier Villaurrutia con uno de sus poemas mayores, “Nocturna rosa”, en cuyo comienzo hay la flor ya muy suya, aunque él inexplicablemente la niegue desde el incipit: “Yo también hablo de la rosa./ Pero mi rosa no es la rosa fría/ ni la de piel de niño,/ ni la rosa que gira/ tan lentamente que su movimiento/ es una misteriosa forma de la quietud”, para, luego, al final, proponer la imagen inquietante, elegida como la flor primera, última y xavierana: “Es la rosa que abre los párpados,/ la rosa vigilante, desvelada,/ la rosa del insomnio desojada.//Es la rosa del humo,/ la rosa de ceniza,/ la negra rosa de carbón diamante/ que silenciosa horada las tinieblas/ y no ocupa lugar en el espacio”.
Esa rosa saxífraga (horadadora de la piedra), que atraviesa el tiempo y la noche, es mi villaurrutiano poema favorito desde aquella tarde de finales de los años cincuenta en que (en el café de la Facultad de Filosofía y Letras, Ciudad Universitaria) Jorge Portilla, para ilustrarnos a Salvador Elizondo y a mí el dictum famoso de Henri Bergson: “El tiempo es invención o no es nada”, nos recitó el inicio de “Nocturna rosa”, el poema acerca de una flor puramente pensada. Desde entonces ningún otro de sus admirables poemas me permite imaginar tan nítidamente al poeta Villaurrutia que el de esa rosa virtual, hermana de la del anticipado epitafio de Rainer Maria Rilke (del que Eduardo Lizalde ha hecho una versión en español que ya es poema también suyo): “Rosa, oh pura contradicción, deleite/ de no ser sueño de nadie/ bajo tantos párpados”.
Veo a Villaurrutia, siempre bien peinado y discretamente elegante, de pie en la medianoche ante una alta ventana abierta al vasto espacio lunar de la Plaza Mayor, el “Zócalo”, nocturno y desolado corazón de la ciudad capital de México. Allí —no se me pregunte por qué digo allí: no soy yo, es mi imaginación la que dirige la puesta en escena, y tal vez he recordado que zócalo significa pedestal: base de estatua— está Xavier quieto, elegante, silencioso, intoxicado de noche y de silencio, estatuario casi. Lúcido y a la vez alucinado, observa obsesivamente la luna, el satélite fantasmal como una blanca rosa inmensa, de pétalos erizados y filosos, que muy lentamente gira en torno a su tallo: una flor/joya que se diría siempre naciendo dentro de un inmenso bloque de oscura obsidiana. Y, en el amanecer, el poeta insomne y a la vez soñador, el dandi discreto, ajustándose con gesto preciso el nudo de la bien entonada corbata, concluye en silencio el poema y acaba de nocturnizar a la Rosa, ahora con mayúscula. Villaurrutia, poeta nocturno, desvelado, hipnotizado, adopta en el poema su máscara más cara, su personaje, ese Otro Xavier situado en el centro de una capital de la ausencia como las ciudades oníricas de los cuadros de Giorgio de Chirico. A final de cuentas, esos escenarios, en los que el desvelo y la alucinación crean deshabitadas plazas del espíritu, ya estaban prefigurados en otro poeta, por ejemplo, en Jules Supervielle: Saisir, saisir le soir, la pomme et la statue,/ saisir l’ombre et le mur et le bout de la rue (“Asir, asir la noche, la manzana y la estatua,/ asir la sombra y el muro y el final de la calle”), y Villaurrutia, conservando la noche, la calle, la estatua, y añadiendo la escalera y el grito, parafrasea ese poema y aun —como advierte Octavio Paz— lo supera: “Soñar, soñar la noche, la calle, la escalera/ y el grito de la estatua desdoblando la esquina”.
Se diría además que en estos otros dos versos de Villaurrutia hay un eco de “El sueño de los guantes negros”, el poema inacabado de Ramón López Velarde en el que también hay ciudad y noche y guantes, todo en una suma onírica: “Soñé que la ciudad estaba dentro/ del más bien muerto de los mares muertos”.
¿Villaurrutia continuaba la poesía lopezvelardiana? El escenario de su poesía es más siglo veinte y a la vez más intemporal, y su noche es más modernamente citadina, aunque toda ella agrandada en una crispada soledad. También quizá sea el poeta menos riente de su “grupo sin grupo”. Entre sus amigos poetas: Pellicer, Novo, Gorostiza, Owen, es el más insomne, el más solitario. Y solitario a tal punto que resulta inexplicable su devoción al teatro, un arte que es fundamentalmente espectáculo y diálogo, actuación ante el público, y no habla para los otros, sino acaso para un personaje interior y casi siempre inquietante que sería otro Xavier con la misma importada y costosa corbata y una mirada aún más alucinada hacia su interioridad a veces interrumpida por algún fantasma:
“Y me pregunto ahora: si nadie entró en la pieza contigua,/ ¿quién cerró cautelosamente la puerta?”
Xavier, nacido el 27 de marzo de 1903, murió a las ocho de la mañana del 25 de diciembre de 1950 y en su ciudad natal/mortal. Es decir que, habiendo nacido con la primavera, desnació en el Día de la Natividad. El poeta de turno nocturno se volvía un fantasma de la mañana en la sincera pose del insomne sonámbulo aún deseante de su Noche. Y, con el rostro pajaril de gran mirada húmeda, bien rasurado y peinado, se anudó correctamente la elegante corbata, sonrió levemente, desplegó las inconcretas alas de ángel y, como lanzándose a una oscura página de escritura de luz, se tiró en ascensión libre al cielo por entonces desmesurado y puro de la Ciudad de México.


(Xavier Villaurrutia y Salvador Novo fueron el motor principal del grupo los Contemporáneos que renovaron el quehacer cultural de la primera mitad del siglo XX en México. Nota tomada del diario Milenio, autor José de la Colina.) 

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