Si acaso hay coherencia en los inicios, a Gonzalo Rojas le toca nacer en Lebu, que es como los blancos entendieron el vocablo Leufu, que en lengua mapuche significa “Torrente Hondo”. No está mal el nombre de ese ventoso pueblo chileno para la aparición de Gonzalo Rojas.
No está mal como imagen inicial para alguien que intentó engarzar cada palabra a un gesto. Alguien que buscó hacerse cargo de la escritura: ese anhelo de naufragar en otra parte.
En algunos momentos, la lectura de Gonzalo Rojas remite a la película más extravagante de Herzog. Como tal vez recuerden, no se entiende por qué los indígenas del Amazonas le siguen con fervor silencioso el delirio al alucinado de Kinski en Fitzcarraldo . No se entiende por qué lo acompañan en esa travesía de la nave remontando un morro en medio de la jungla. Desespera tanta entrega y sumisión. Hasta que le cortan los cabos una madrugada y el barco a la deriva comienza a tropezar a través de un cañadón de aguas enrarecidas. “Queríamos desafiar y aplacar los espíritus malignos del río”, explicarán más tarde.
Las 968 páginas de Integra , la obra completa de Rojas, aluden de alguna manera a ese gesto alocado y primitivo de Fitzcarraldo. El libro puede leerse como la biografía de un chico tartamudo y tímido que atraviesa las grandes aguas, que se suelta a sí mismo las amarras, para dejarse ir alegremente por los rápidos del lenguaje. Por el Torrente Hondo. Y si acaso resultan propicios los astros, Rojas nace un 20 de diciembre del año 1917. Es decir, bajo el signo de Sagitario, bajo la aureola del centauro. En la intimidad, el poeta sonreía sobre esa imagen simbólica, graficada por el hombre conviviendo con el animal, el animal que nace –justamente– de la cintura para abajo. “Si Bataille sitúa la experiencia del éxtasis entre lo animal y lo religioso, diría que yo animalizo mi espíritu y espiritualizo mi animal”, aceptaba el autor de El alumbrado . Es que una de las frecuencias más certeras de la poética que se recopila en Integra , es la del erotismo atravesado por la palabra que parece urgente pero nunca lo es: uno de los grandes artilugios de Rojas. Esa voz anhelante del vacío entre brazos ajenos, ese religioso de cinturas de azabache. Alguien que hizo de su obsesión central su bastón y su ancla. Una excusa para hablar de la poesía.
Otra de las certezas que se tiene a través de la poesía completa del chileno –que perteneció a la promoción del 38, pero que se abrió tozudamente del creacionismo y el surrealismo ortodoxo de sus contemporáneos– es la idea central de que en la vida se escribe un solo, único, extenso poema, que va y viene como las mareas, que se enrosca por dentro como una madreselva y, si el duende aparece, en algunos pocos momentos, sobre esa enredadera de lenguaje, brotará el efecto preciso: la palabra relámpago.
Un solo poema. Lo dice en el prólogo de su gran trabajo la editora Fabienne Bradu. Como el ciego que llora contra un sol implacable, dice el primer verso del primer poema, “El sol y la muerte”. “En lo sacro del pezón de la preñez cuyo hocico/ es el beso grande contra la muerte” puede leerse en el que cierra el libro: “Así que cuando nace el nacedor”.
El erotismo entonces, pero también su exilio político, el virtuosismo a la hora del poema necrológico para despedir a los amigos, y sobre todo esa porfía por lo decisivo: desplazar a las palabras de su estadío de símbolo hacia otro, más concreto. La palabra como una realidad aparte.
Se sabe que Gonzalo Rojas, apenas si conoció a su padre. Y que le había tocado, como herencia, un caballo colorado: cuando le robaron ese caballo, años después, el niño finalmente lloró la muerte de su padre. Igualmente, Rojas –en esas incursiones alocadas que hacen quienes escriben como Rojas– lo traía de retorno. En el poema, el niño Gonzalo Rojas, funda un mito: logra que su padre regrese, una y otra vez, de los fondos de una mina de carbón. “(...) Ahí viene el hombre, ahí viene/ embarrado, enrabiado contra la desventura, furioso/ contra la explotación, muerto de hambre, allí viene/ debajo de su poncho de Castilla/ Ah minero inmortal/ ésta es tu casa/ de roble, que tú mismo construiste. Adelante:/ te he venido a esperar, yo soy el séptimo/ de tus hijos. No importa/ que hayan pasado tantas estrellas por el cielo de estos años/ que hayamos enterrado a tu mujer en un terrible agosto,/ porque tú y ella estais multiplicados. No/ importa que la noche nos haya sido negra/ por igual a los dos/-Pasa, no estés ahí/ mirándome, sin verme, debajo de la lluvia”. Las notas al pie de Integra es otro acierto. Producen el efecto deseado por Fabienne Bradu: reproducen la manera en que Rojas –con acotaciones sugerentes– presentaba sus poemas cuando los decía frente a otros. Y es interesante la manera en que el poeta retoma textos publicados para volver sobre ellos, retocados, para colocarlos en un nuevo libro, como un intérprete que repara en un viejo tema para equilibrar o levantar el ritmo en un recital.
“A Pablo le tocó casi toda la costa”, dirá de su contemporáneo Neruda. Mucho se ha hablado sobre su encono contra la metafísica burlona de su otro gran compatriota, Nicanor Parra. Entre ambos, Gonzalo Rojas jugó su propio partido. Pero lo jugó a fondo.
No hay obra completa que no resista filtraciones, cumbres borrascosas, deslices, pero Gonzalo Rojas entra en esa categoría esencial de poetas que se atesoran con gusto en un libro. Un libro que se abrirá de vez en cuando, al voleo, una madrugada, para encontrar allí el destello de una voz que cantó para quedarse.
(reseña de Camilo Sánchez en el sitio "revista ñ", Clarín.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario