Una reunión de amigos, de algunos buenos amigos que hasta hace unos pocos meses no se conocían. Desconocidos que se reúnen para hablar de libros, la vida, el universo y todo lo demás. No sólo se habla. También se come. Se come muy bien, tanto como en el libro.
El libro, esta vez, fue La montaña mágica, quizá la obra más reconocida de Thomas Mann, una de las figuras indispensables de la literatura alemana. Y la cosa resulta sencilla, pero diferente, seductora, incluso emocionante. Cada mes hay una lectura programada. Un sábado se pone el mantel y todos llegan para hablar del texto, pero también a comer los platos que pasan por las mesas de la novela; una personificación gastronómica, si se quiere. La sesión pasada fue Al faro, de Virginia Woolf.
—De verdad lo intenté con Al faro, pero no pude. Tampoco pude con La señora Dalloway.
—Entonces usted y yo tenemos una conversación pendiente.
“Sabemos que ninguno padece nada, pero igual los vamos a consentir”. El chef sonríe y regresa a la cocina. Primero llega la cerveza negra.
—¿Cuál será el papel de la locura en la creación del arte?
—Un médico amigo me explicaba que la locura, en últimas, es un impedimento para crear. Es una falla que desconcentra. Claro, todos hablan de un Van Gogh loco, pero no fue en esos momentos en los que produjo sus mejores cosas.
—¿Por qué tantos escritores y artistas terminan locos: será que la creatividad surge en medio de la locura?
“Pidieron una botella de Gruaud Larose, que Hans Castorp devolvió para que la pusieran a enfriar. La comida era excelente. Había crema de espárragos, tomates rellenos, asados de toda suerte de guarniciones, un postre de dulce particularmente bien preparado, tabla de quesos y fruta”. La entrada, claro, crema de espárragos.
—Es un libro lleno de símbolos.
—Leí que el mismo Mann dijo que se necesitaban dos lecturas para entenderlo.
—Sí, a mí me pasó en una parte que leí y no entendí muy bien. Releí y tampoco. Me sentí muy confundida. Y al pasar de página Hans Castorp dice “qué confusión”. Bueno, ahí ya no estaba tan perdida.
Primero viene el almuerzo, una actividad que puede fácilmente tomarse más de un par de horas. Sin premura, la conversación se forma con un cierto descuido que resulta en algo amable y familiar: no es una actividad académica, nadie está allí para desplegar credenciales ni una inteligencia sobreactuada; no hay posturas, tan sólo improvisados amigos con un gusto por la lectura y la comida. Hay conocimiento, por supuesto, pero no petulancia.
Luego está el club de lectura como tal, una charla guiada que se adentra con más detalle en la obra, su discurso y sus significados. Una cosa no implica la otra: hay quienes van sólo al almuerzo y otros que únicamente asisten a la charla.
“Cuidaba de que tanto el desayuno como la comida comprendiesen un abundante surtido de entremeses, con cangrejos, salmón, anguila, pechuga de ganso y tomatón cátsup para el roast beef…”. Después de la sopa, como entremés, hubo pastel de cangrejo y salmón ahumado. El plato fuerte fue asado alemán (torre de ternera y pavo con queso emmental). Pastelitos de requesón, el postre.
De mano en mano, los comensales rotan una vieja y bella edición de La montaña mágica, una modesta reliquia de 1964 que ha pasado por varios lectores en la familia de la dueña. Algo polvoriento y ligeramente desvencijado, el objeto parece encarnar la definición de un clásico: un libro que permanece en el tiempo de la literatura, así como en el de una misma familia.
—La mía es una edición más bien nueva.
—Sí, también tengo esa.
—¿Usted dónde compró la suya?
—La primera vez que leí La montaña mágica fue en una edición que compré hace 50 años. Y en el año 1965 tuve clases con un profesor que traducía a Thomas Mann al español.
El chef regresa al comedor, un espacio soleado y caliente, rodeado de libros (hay de Mann, por supuesto, pero también cosas de Tolkien, de Juan José Millás, un bello volumen de Árboles del mundo). Llega la champaña, poco antes del café. Todos de pie. “Salud y que la tuberculosis no nos mate”.
Casi a las 4:00 p.m. comienzan a llegar los asistentes al club de lectura. “Bueno, vamos para arriba, entonces. Se pasó rápido y eso que hoy estuvimos algo callados”.
(crónica tomada del sitio "la tercera", diario chileno.)
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