Nadie reconoció al hombre de barba rubia tupida que caminaba entre la multitud. ¿Por qué deberían? Ni sus vaqueros, ni la camisa a cuadros, ni las tejanas, ni el sombrero de ala ancha, llamaban la atención en un lugar donde la mayoría de los hombres vestía así.
Además, lo habían matado hacía tres años. Fue una ráfaga de disparos contra el Lincoln descapotable. Y mientras su cuerpo supuestamente se deshacía bajo tierra, su nombre -su viejo nombre- bautizaba calles, universidades, bibliotecas y hasta un aeropuerto.
Era de noche. Una noche cálida de primavera, y la feria desbordaba de gente.
Las adolescentes se amontonaban alrededor del toro mecánico para alentar a los jinetes con chillidos que las dejaban afónicas. De palabra, apostaban por quién aguantaría más tiempo sin caerse o con cuál de todos les gustaría perder la virginidad.
La vuelta al mundo giraba cargada de chicos que esperaban llegar a la cima para saludar a sus padres que abajo los miraban orgullosos.
El hombre de barba tupida caminaba dando tragos cortos a su cerveza, sin apuro por elegir el juego, sin saber tampoco si esa noche jugaría a algo o no.
Había pasado tanto tiempo encerrado que estar en la feria ya era una bendición. Las voces de su cabeza podían descansar con todo ese barullo de música, gritos y máquinas en movimiento.
Pasó de largo el martillo, la rueda de la fortuna, y se detuvo en el tiro al blanco.
Detrás del tipo que atendía el puesto, se veía una franja de un celeste descolorido que simulaba ser agua y por donde pasaba en línea recta una docena de patos amarillos.
Al llegar al extremo del riel, los patos caían cabeza abajo, arrojándose al vacío, como suicidándose, para reaparecer segundos después en el extremo contrario.
El hombre de barba tupida dejó las monedas sobre el mostrador y agarró el rifle de aire comprimido.
La culata estaba tibia y pegajosa por el sudor de tantas manos.
La calzó contra su hombro, cerró el ojo derecho y el caño empezó a recorrer la escenografía pobretona hasta llegar a la cara del empleado, que por instinto dio un paso al costado.
Tranquilo, jefe, ya le suelto los patos.
El hombre de barba tupida apretaba tan fuerte la culata que el puño se le había puesto blanco de rabia.
Después el rifle le empezó a temblar, la vista se le nublaba.
El puestero insinuó algo sobre los tiradores que cagan más alto que su culo, cuando sonó el primer disparo.
El estallido derribó un pato de 20 puntos. Enseguida sonó el segundo y los siguientes. No erró ninguno.
Cinco tiros. Cinco patos. Cien puntos. Premio mayor.
Un pequeño público aplaudió a la estrella.
El hombre de barba tupida cedió el premio al chico que tenía más cerca y una inesperada sensación de revancha le dibujó una sonrisa que nadie pudo ver.
Seguro que acá no me lloraron, pensó. Y se perdió en la multitud.
(relato de Alejandra Zina, copiado de "revistaeñe", Clarín en línea.)
Además, lo habían matado hacía tres años. Fue una ráfaga de disparos contra el Lincoln descapotable. Y mientras su cuerpo supuestamente se deshacía bajo tierra, su nombre -su viejo nombre- bautizaba calles, universidades, bibliotecas y hasta un aeropuerto.
Era de noche. Una noche cálida de primavera, y la feria desbordaba de gente.
Las adolescentes se amontonaban alrededor del toro mecánico para alentar a los jinetes con chillidos que las dejaban afónicas. De palabra, apostaban por quién aguantaría más tiempo sin caerse o con cuál de todos les gustaría perder la virginidad.
La vuelta al mundo giraba cargada de chicos que esperaban llegar a la cima para saludar a sus padres que abajo los miraban orgullosos.
El hombre de barba tupida caminaba dando tragos cortos a su cerveza, sin apuro por elegir el juego, sin saber tampoco si esa noche jugaría a algo o no.
Había pasado tanto tiempo encerrado que estar en la feria ya era una bendición. Las voces de su cabeza podían descansar con todo ese barullo de música, gritos y máquinas en movimiento.
Pasó de largo el martillo, la rueda de la fortuna, y se detuvo en el tiro al blanco.
Detrás del tipo que atendía el puesto, se veía una franja de un celeste descolorido que simulaba ser agua y por donde pasaba en línea recta una docena de patos amarillos.
Al llegar al extremo del riel, los patos caían cabeza abajo, arrojándose al vacío, como suicidándose, para reaparecer segundos después en el extremo contrario.
El hombre de barba tupida dejó las monedas sobre el mostrador y agarró el rifle de aire comprimido.
La culata estaba tibia y pegajosa por el sudor de tantas manos.
La calzó contra su hombro, cerró el ojo derecho y el caño empezó a recorrer la escenografía pobretona hasta llegar a la cara del empleado, que por instinto dio un paso al costado.
Tranquilo, jefe, ya le suelto los patos.
El hombre de barba tupida apretaba tan fuerte la culata que el puño se le había puesto blanco de rabia.
Después el rifle le empezó a temblar, la vista se le nublaba.
El puestero insinuó algo sobre los tiradores que cagan más alto que su culo, cuando sonó el primer disparo.
El estallido derribó un pato de 20 puntos. Enseguida sonó el segundo y los siguientes. No erró ninguno.
Cinco tiros. Cinco patos. Cien puntos. Premio mayor.
Un pequeño público aplaudió a la estrella.
El hombre de barba tupida cedió el premio al chico que tenía más cerca y una inesperada sensación de revancha le dibujó una sonrisa que nadie pudo ver.
Seguro que acá no me lloraron, pensó. Y se perdió en la multitud.
(relato de Alejandra Zina, copiado de "revistaeñe", Clarín en línea.)
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