Sobre todo a partir del romanticismo --y especialmente del alemán y del inglés--, la poesía se vio entrampada en una apuesta fatal: el culto y la seducción de la juventud. Desde luego, la belleza física y en candor intenso y novedoso de los teens y primeros veintes, han recibido culto exaltado en todas las épocas y culturas, pero nunca como en la tradición romántica, que perdura hasta nuestros días, se han visto convertidos en una exigencia radical de la vida, en un paraíso en este mundo, de cuya pérdida no es posible consolarse jamás.
La juventud de las intensidades totales, de la vida voraz sin conciencia del futuro ni del día de mañana, de la vida peligrosa, del vértigo de los riesgos, de las entregas desbordadas, de las conciencias y corazones beligerantes: esa juventud un tanto teatralizada y hasta operística desde el punto de vista de quienes ya no la tienen, pero único espacio y sola forma de vivir para sus encendidos fanáticos, se vuelve no sólo tema y atmósfera poéticos, sino hasta una especie casi totalitaria de ética (la radicalidad moral, los compromisos y heroísmos desbordados y apremiantes de los recién llegados a la Vida), y una intransigente y excluyente vocación de existencia.
Los románticos y los modernistas latinoamericanos supieron de esta medusa juvenil y buscaron cómo escapar de ella. Este conflicto es particularmente vívido en Rubén Darío y en Ramón López Velarde. Se encontró que así, con semejante juventud, no se podía vivir ni en ella ni después: se inventaron otras cosas: hedonismos amorales y bellezas objetivas, más allá de irrupciones autobiográficas; causas sociales y espirituales, fanatismos estetizantes, de artífice; nostalgias, divertimientos, revoluciones... para librarse y librar a la poesía, del "dulce pájaro de la juventud" (Tennessee Williams) en cuya seducción de sirena se descubren inmediatas y futuras devastaciones de ave de presa.
El poeta español Jaime Gil de Biedma (1929-1989), más que cualquier otro contemporáneo en nuestro idioma, se dedicó a enfrentar ese pájaro vivificador y maléfico: sus mitos de paraíso en este mundo, de edad omnipotente y omnifloreciente, de perversa semejanza con el engaño demoniaco que, a su vez, sonaba a profecía divina: "Y entonces seréis como dioses". El poeta romántico fue o soñó ser como los dioses en el espacio y la edad de la juventud.
Gil de Biedma ha escrito relativamente pocos poemas, todos ellos caracterizados por un rigor irónico, antisentimental y antiestetizante: un gran estado de alerta contra la falsificación de los sentimientos y de la belleza; echa mano de la ironía y de las perspectivas feístas o prosaicas, para limpiar de afectación sus paraísos urbanos de dioses juveniles. Su tema, siempre, a cada momento, es aquella alzada juventud: ensoñada con delicadeza, con timidez, con pudor ("A veces, al hablar, alguno olvida/ su brazo sobre el mío,/ y yo aunque esté callado doy las gracias,/ porque hay paz en los cuerpos y nosotros").
La juventud, el verano, las tardes vastas, las primeras veces de todo, las noches prodigiosas de grandes encuentros y mayores esperanzas, el cuerpo abismado en las posibilidades de la pasión, incluso la desdicha y la desgracia como fulguraciones amargas no exentas de majestad, no alejadas del reino misterioso ("Ven. Salgamos fuera. La noche. Queda espacio/ arriba, más arriba, mucho más que las luces/ que iluminan a ráfagas tus ojos agrandados./ Queda también silencio entre nosotros,/ silencio/ y este beso igual que un largo túnel".)
No se puede, sin embargo, sostener mucho tiempo --como realidad, crédulamente-- semejante ensueño de dandies angelicales "en la edad de la pérgola y el tenis"; pronto surge, o se reconoce, la ensoñación: el fantasma trucado. Y ocurre entonces el mayor tormento posible para el poeta romántico: la crítica, la autocrítica. Uno deja de ser "como los dioses" cuando empieza a usar, como los hombres, la inteligencia: "Así de aquellos meses,/ que viví en una crisis de expectación heroica,/ me queda sobre todo la conciencia/ de una pequeña falsificación./ Y si recuerdo ahora,/ en las mañanas de cristales lívidos,/ justamente después de que la niebla/ rezagada empezaba a ceder,/ cuando las nubes/ iban quedándose hacia el valle,/ junto a la vía férrea,/ y el gorgoteo de la alcantarilla/ despertaba los pájaros en el jardín,/ y yo me asomaba para ver a lo lejos/ la ciudad, sintiendo todavía/ la irritación y el frío de la noche/ gastada en no dormir,/ si ahora recuerdo,/ esa efusión imperiosa/ revelación de otro sentido posible, más profundo/ que la injusticia o el dolor, esa tranquilidad/ de absolución, que yo sentía entonces,/ ¿no eran sencillamente la gratificación furtiva/ del burguesito en rebeldía/ que ya sueña con verse/ tel qu'en Lui-même enfin L'Éternité le change?
Hay entonces un periodo extremadamente crítico, incluso violento, en la poesía de Jaime Gil de Biedma: la vida del rebelde a los treinta, a los cincuenta años, que no logra deshacerse de sus estorbosas, teatrales, anticuadas alotas de albatros, del angelote juvenil que ya no lo es más y que, sin embargo, lo sigue arrastrando a las noches que ya no son mágicas, a los sentidos que ya no son místicos, a las esperanzas que ya son mera parodia, a los cuerpos que ya no ofrecen sino dones terrenos.
Sobre todo en su momento, pero también el lecturas posteriores, el volumen Moralidades (por cierto publicado originalmente en México, en 1966) constituye un momento muy fresco y avanzado de la poesía castellana en la segunda mitad del siglo: un conflicto inteligentísimo y absolutamente honrado, la pérdida del reino de les enfants d'hier.
Gil de Biedma echa mano de todo: si hay que ser cursi, bueno; si hay que caer en poesía comprometida, qué remedio; si hay que sentir nostalgia por las canciones de la radio, ahí van; si hay que comparar las mayores pulsiones estéticas o eróticas con la puñeta o la prostitución, pues a hacerlo; en fin: si hay que romperlo todo, Gil de Biedma lo hace, para salvar la pureza --único resto paradisiaco-- de su encono vital.
Son los momentos magníficos de "Albada" ("Junto a tu cuerpo que anoche me gustaba/ tanto desnudo, déjame que encienda/ la luz para besarte cara a cara,/ en el amanecer./ Porque conozco el día que me espera,/ y no por el placer"); "París, postal del cielo" ("Ahora voy a contaros/ cómo también yo estuve en París, y fui dichoso"; de los tremendos poemas de la ebriedad y la histeria como "Loca"; de las fabulillas putañeras como las de Pacífico Ricaport, Lili Marlene y la Niña Isabel, y de sentidísimas elegías amorosas: "Porque ya son seis años desde entonces,/ porque no hay en la tierra, todavía,/ nada que sea tan dulce como una habitación/ para dos, si es tuya y mía;/ porque hasta el tiempo, ese pariente pobre/ que conoció mejores días,/ parece hoy partidario de la felicidad,/ cantemos, alegría").
Si esa juventud ensoñada o reconstruida parece como contrastada con escenarios grises y dolorosos de destrucción y derrota --la Guerra Civil, la Segunda Guerra Mundial, la pobreza de la postguerra en Europa--, también resulta como insuflada de alientos heroicos y puros, muy alejados de la mera y exitosa vulgaridad mercantil posterior.
Los ambientes de la edad madura van también ellos mismos, como con una especie de desengaño y decadencia escenográficos, degradándose y yéndose al carajo, hasta conformar las trampas fatales de la desesperación alcohólica en la noche abisal del disgusto final de sí mismo, también un tanto teatralizado, exasperado y furibundamente melodramático, de "Pandémica y celeste", "Nostalgie de la Boue", "Un cuerpo es el mejor amigo del hombre", "No volveré a ser joven...”
Leemos en "Contra Jaime Gil de Biedma": "Te acompañan las barras de los bares/ últimos de la noche, los chulos, las floristas,/ las calles muertas de la madrugada/ y los ascensores de luz amarilla/ cuando llegas, borracho,/ y te paras a verte en el espejo/ la cara destruida,/ con ojos todavía violentos/ que no quieres cerrar. Y si te increpo,/ te ríes, me recuerdas el pasado/ y dices que envejezco./ Podría recordarte que ya no tienes gracia./ Que tu estilo casual y que tu desenfado/ resultan truculentos/ cuando se tienen más de treinta años,/ y que tu encantadora/ sonrisa de muchacho soñoliento/ --seguro de gustar-- es un resto penoso,/ un intento patético./ Mientras que tú me miras con tus ojos/ de verdadero huérfano, y me lloras/ y me prometes ya no hacerlo./ ¡Si no fueras tan puta...!".
Otro poema, menos exaltado pero igualmente intenso y duro, es su "Himno a la juventud". Las personas mayores están tranquilas, cuando aparece la juventud en la playa, para herirlas "reviviendo/ los más temibles sueños imposibles", para hurgarles las imaginaciones que siguen sin consolarse del reino transcurrido.
La alta juventud endiosada, "toda brillos, fulgor, sensación pura/ y ondulaciones de animal latente", "con sonrosados pechos diminutos", "oh diosa esbelta de tobillos gruesos". No son los jóvenes sólo como los dioses, sino que son sobre todo más los dioses que ellos mismos.
La Juventud, como la Cibeles: "te vemos llegar: figuración/ de un fabuloso espacio ribereño/ con toros, caracolas y delfines,/ sobre la arena blanda, entre la mar y el cielo,/ aún trémula de gotas,/ deslumbrada del sol y sonriendo./ Nos anuncias el reino de la vida,/ el sueño de otra vida, más intensa y libre,/ sin deseo enconado como un remordimiento".
Porque, en efecto, ahí está el mayor poder de la juventud, su verdadero "divino tesoro": el no tener todavía deseos ni mitos "juveniles" --ser naturalmente juventud, sin Juventud--, el gozar el mundo dorado con total, dorada indiferencia, todavía inconsciente y hasta tímida de sus propios encantos. Es libre de los mitos que sobre ella han hecho los hombres para esclavizar la mitad de sus vidas; es el sueño de la breve inocencia, a punto de perderse, a punto de querer ser como los dioses: "sin deseo enconado como un remordimiento/ --sin deseo de ti, sofisticada/ bestezuela infantil, en quien coinciden/ la directa belleza de la starlet/ y la graciosa timidez del príncipe".
Con una esbeltez intelectual y una vivacidad expresiva sin paralelos en la moderna poesía española, la de Jaime Gil de Biedma se hunde en la educación sentimental del hombre moderno: en los sueños del erotismo y la ternura, y en sus escenarios de alegría y despeñadero.
El lector no puede sino agradecerle encendidamente que, a diferencia de otros poetas y escritores, que se parapetaron en los (realmente poco codiciables) de la analogías neosimbolistas o del mero canto exultante, Gil de Biedma haya escogido la contemporaneidad íntima, la vida privada de los sueños y las pasiones de nuestros días, las secretas aventuras del deseo y sus abiertos encontronazos con la realidad, como campo de su lírica.
Se le lee como poeta, pero también como compañero de confidencia; se pueden leer confidencias propias --análisis profundos-- en sus poemas; muy especialamente ésta, tan propia de la segunda mitada del siglo XX, de los estragos de la ambición juvenil en personas maduras o envejecidas; o simplemente la desazón de la edad adulta --de las otras edades-- en un mundo industrializadamente juvenilizado (la industria de los teens, de lo sport, de lo nuevo, de lo fresco, de lo relajado y casual y natural; de lo ajeno a la angustia y a cualquier ambición no sensorial).
Rubén Darío dijo: "Juventud, divino tesoro,/ ya te vas para no volver./ Cuando quiero llorar no lloro/ y a veces lloro sin querer". Ahora dice Jaime Gil de Biedma: "Aunque de pronto frunzas/ la frente que atormenta un pensamiento/ conmovedor y obtuso,/ y volviendo hacia el mar tu rostro donde brilla/ entre mojadas mechas rubias/ la expresión melancólica de Antínoos,/ oh bella indiferente,/ por la playa caminas como si no supieses/ que te siguen los hombres y los perros,/ los dioses y los ángeles,/ los tronos, las abominaciones..."
(Texto sustraido del blog "la iguana del ojete" del historiador y ensayista José Joaquín Blanco, uno de los más sólidos conocedores de la literatura mexicana, de Nezahualcóyotl al Dr. Bolabsky.)
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