Dejó dicho muy pronto que la verdad de uno mismo no se llama -como bien supo igualmente otro exiliado ilustrado, Spinoza- gloria, fortuna o ambición, sino amor o deseo. Y, consecuentemente, a su “solo deseo” dedicó la obra que se confunde con su propia vida: esa Work in Progress cuyos materiales de pureza irreductible cubren varias décadas, desde Primeras poesías, como dio tardiamente en retitular Perfil del aire (1927), a Desolación de la Quimera (1962), publicado un año antes de que la eternidad comenzara a convertirlo al fin, como apuntó Mallarmé a propósito de otro gran creador, en él mismo. En ese Cernuda casi unánimemente reconocido hoy como “el poeta del siglo”, de influencia sólo equiparable, si acaso, a la de Machado o Juan Ramón, al que no cesan de tributarle homenajes. Algo de que lo que él, comprometido siempre con la afirmación de una imposible, salvaje y despiadada libertad, ajeno a toda autocomplacencia y decidido siempre a “actuar por reacción contra el medio”, nunca dudó en distanciarse.
Hubo, con todo, homenajes que le gustaron e incluso emocionaron. Y de ello ha quedado testimonio vigoroso en su correspondencia. Pero el verdadero reconocimiento le llegó tarde, como él mismo anunció al situar su obra entre las que necesitan que nazca su público y se cree el gusto por lo que son y representan.
La “repercusión” de Cernuda comenzó con el excelente número monográfico que en 1955 le dedicó la revista cordobesa “Cántico”. Hablar de “Cántico” es hablar de una voz distinta, caracterizada por un intimismo intenso, por un culturalismo que en ocasiones se doblaba de realismo “mágico”, por un inteligente esteticismo y, sobre todo, por un abrasador temperamento del tema amoroso que entroncaba directamente con lo mejor del 27. En cualquier caso, aquellos poetas -Bernier, Vicente Nú-
ñez, Ricardo Molina y García Baena, entre otros- no sólo situaban a Cernuda, por vez primera en nuestra posguerra, en el lugar eminente que le correspondía, sino que “se reconocían” en él. Sobre todo en el primer Cernuda, en el que el propio Octavio Paz valoró siempre como “el mejor”.
El reconocimiento definitivo llegó a finales de esa misma década, con la generación del 50. O lo que es igual, con la “poesía de la experiencia”, que trascendiendo ésta deviene poesía metafísica y se dobla de crítica ética y estética de la vida, sin por ello proponer una moral concreta. Y, ciertamente, poetas como Brines, Valente o Gil de Biedma consiguieron enseguida un lugar central para este tipo de poesía: una “poesía de la meditación” en la que pasión y pensamiento se unen fatalmente y en la que el pensamiento mismo muta en vivencia sentida. Y objetivada. Salta a la vista desde la perspectiva grabada que esta poesía estaba llamada a convertir muy pronto a Cernuda en su gran “clásico”. Documento central de esa recepción colectiva es el “Homenaje” que en 1962 dedicó “La caña gris” al poeta. A partir de ahí, la influencia de Cernuda se generaliza y es un hecho vivo en las promociones que han ido sucediéndose.
Pero la grandeza de la obra de Cernuda nos sitúa en un territorio muy alejado ya de los avatares y anécdotas de su recepción. En el verdadero territorio del poeta: el del drama alineado por la dialéctica irresoluble entre realidad y deseo. Irresoluble, sí. Porque esa dialéctica es una dialéctica sin sutura posible entre el deseo y el deseo, si es que el deseo es, efectivamente, deseo de ser deseado. Una dialéctica negativa cuyo único polo es una presencia que se enfrenta a sí misma como un vacío. De modo que vivir es vivir la gran escisión y vivir en la gran escisión. Una dialéctica, en fin, entre una presencia que es ausencia y una ausencia que es la más intensa de las presencias. Lo que nos sitúa en el corazón mismo de ese imposible que somos.
(Texto tomado del suplemento del diario El Mundo, "el cultural", dedicado a los cien años del nacimiento de Luis Cernuda.)
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