Tenía pésimo carácter, era manipulador y lo odiaban casi todos lo que habían trabajado con él, con Andy Warhol a la cabeza. Sin embargo, ninguno de ellos podía dejar de reconocer la dimensión extraordinaria de su obra, su cualidad única para lograr que la poesía, el rock y la vanguardia musical salieran juntos a dar un paseo por el lado salvaje de Nueva York, del mundo, de la vida. Lou Reed, que falleció ayer a los 71 años por causas todavía no determinadas –-había sido sometido a un trasplante de hígado en mayo pasado– fue eso y mucho más, en cinco décadas de carrera que transformaron no sólo al rock sino a la cultura occidental toda. Sin Velvet Underground, la banda que lideró a fines de los ’60, no podría siquiera imaginarse al glam, al punk ni al rock alternativo. Así de monumental fue la influencia de Reed, poeta del rock y rockero poético. Y así lo reconocieron siempre David Bowie, Kraftwerk, Luca Prodan, los Strokes, los Ramones, U2, Iggy Pop, Patti Smith, Duran Duran, Television, R.E.M., Sonic Youth, Pixies y Morrissey, entre muchísimos otros colegas.
Así de enorme, también, es el agujero que deja su fallecimiento en los corazones de miles de seguidores en todo el mundo: la relación con la obra de Reed casi nunca podía ser casual, más allá de que haya tenido algunas canciones que sonaron en las radios. Con él había que ir a lo profundo, dejar que sus palabras lacerantes volvieran a cortar esa llaga mal cicatrizada, hacer propios dolores ajenos como forma de aprendizaje, sufrir y gozar los latigazos, asomarse (desde lejos, en lo posible) a los abismos del suicidio y la adicción, sentir el desgarro de que te arranquen a un hijo de las manos, percibir la espada de Damocles del cáncer sobre tu cabeza, enamorarse de la persona más equivocada posible, teñir de nostalgia un día perfecto, tener sexo en los lugares más cochambrosos, dejar correr la adrenalina del que va a pegar drogas a los barrios bajos, meterse en las orgías más zarpadas... Reed lograba eso con sus canciones. Y no precisaba mirar desde un púlpito ni pretender identificaciones vacuas: era un tipo culto que escribía desde las tripas, como pocos lo han hecho en la historia del rock.Antes de formatear buena parte de la música contemporánea con el primer álbum de The Velvet Underground, Lou Reed ya había pagado derecho de piso en el mundo de las letras y en el de las melodías. Nacido en Brooklyn el 2 de marzo de 1942, Lewis Allan
Reed se crió en el seno de una típica familia judía de clase media y aprendió a tocar la guitarra por el interés que le despertaban las canciones que escuchaba por la radio. Como al personaje de su canción “Rock’n’roll”, lo que se colaba por el éter le salvó la vida. Y después, cuando se fue a estudiar literatura a la Universidad de Syracuse –donde tuvo como mentor al poeta Delmore Schwartz–, primero se propuso ser escritor, pero enseguida descubrió que podía hacer que las canciones dijeran algo más que “nena, ¿quieres bailar?”. “Pensé que todos los compositores sólo escribían sobre una pequeñísima parte de la experiencia humana”, contó Reed. “Considerando que un disco podía ser como una novela, podías escribir sobre otras cosas. Era tan obvio que me maravillaba que no estuviera haciéndolo todo el mundo. ¡Agarremos Crimen y castigo y convirtámoslo en una canción de rock and roll!”
Mientras, debió soportar que sus padres lo sometieran a tratamientos de electroshock para “curarle” su bisexualidad y, de paso, esas ideas locas de dedicarse a vivir con una guitarra eléctrica colgando encima de su campera de cuero negra. Cuando salió del hospital, contó más tarde, se había “convertido en un vegetal”. “No podés leer un libro porque llegás a la página 17 y tenés que ir de vuelta a la 1. O dejás el libro durante una hora y cuando querés seguir donde habías terminado, no podés porque no te acordás de lo que leíste. Tenés que empezar todo de nuevo. Si dabas una vuelta a la manzana, te olvidabas de dónde estabas.” Más tarde, Reed volcó en la canción “Kill Your Sons” ese extremo sentimiento de sentirse traicionado por sus padres.
Durante el último semestre en la universidad, mientras tomaba drogas y tocaba con su bandita de la época, Reed compuso dos de las canciones que cambiarían el panorama del corpus literario rockero unos años más tarde, cuando las publicara en el debut de The Velvet Underground: “Heroin” y “I’m Waiting for the Man”. La primera era la descripción de los vaivenes emocionales de un shoot de heroína; la segunda, el cúmulo de sensaciones al ir a pegar esa droga a Harlem. Con ese bagaje, Reed se recibió, volvió a casa de sus padres en Freeport y de allí se fue a Nueva York, donde consiguió trabajo componiendo canciones que remedaran los estilos de moda en el sello Pickwick. Era como una fábrica de temas-chorizo en la que cobraba 25 dólares por semana y no recibía derechos de autor. Las canciones sonaban prefabricadas, compuestas a las apuradas y grabadas con recursos mínimos. Sin embargo, en ese contexto hostil, Reed se formó como compositor, metió algunas letras y sonidos interesantes y conoció a un músico galés que se codeaba con lo más granado de la avant garde neoyorquina pero cobraba unos verdes para grabar en Pickwick: John Cale.
Con el agregado del guitarrista Sterling Morrison y la baterista Maureen Tucker (Angus McLise, el batero original, no llegó a grabar), The Velvet Underground estuvo listo para cruzar la alta poesía con la podredumbre de los callejones y la vanguardia con el más básico rock’n’roll. Entonces Andy Warhol, que ya era toda una estrella, descubrió a la banda y le propuso asociarse a un proyecto llamado Exploding Plastic Inevitable: el cuarteto, hierático y con rigurosos lentes oscuros, tocaba mientras se proyectaban sobre los músicos varias películas del artista plástico en simultáneo, se usaban luces estroboscópicas (una novedad en los ’60) y algunas “estrellas” de la Factory warholiana subían al escenario a bailar y agitar látigos. La entrada de la modelo alemana Nico, que tenía pocos antecedentes como cantante, fue sugerencia de Warhol. Y también fue él quien “produjo” The Velvet Underground and Nico y quien diseñó la banana despegable de su portada.
Las canciones del debut de Velvet Underground, aparecido en marzo de 1967, iban de la placidez de “Sunday Morning” al ruido extremo de “The Black Angel’s Death Song”, del submundo de las drogas de “Heroin” y “I’m Waiting for the Man” a la declaración de amor de “I’ll Be Your Mirror”, de las chicas malas de “Femme Fatale” y “Run Run Run” al sadomasoquismo de “Venus in Furs”. Es una obra monumental, un cachetazo bien neoyorquino al hippismo de la costa oeste, tan influyente como los discos de Los Beatles, los Stones y Bob Dylan. Pero, claro, no vendió demasiadas copias, dada la temática y lo avanzado de su propuesta. Es todo un lugar común, a esta altura, decir que los pocos que compraron el disco comenzaron su propia banda. Un lugar común con mucho fundamento, por cierto.
Si Lou Reed no hubiera vuelto a grabar una sola canción en su vida, igual ese debut de Velvet Underground alcanzaría para ubicarlo bien alto entre los máximos creadores de la historia del rock. Pero hizo mucho, mucho más, incluso a la altura de semejante obra maestra. Con el cuarteto grabó tres álbumes más: el abrasivo White Light, White Heat (’68), The Velvet Underground (’69, ya con Doug Yule en lugar de Cale) y Loaded (’70), antes de refugiarse nuevamente en la casa paterna a ver el horizonte. Algunas de las canciones contenidas en esos álbumes son clásicos de Reed, como “Sister Ray”, “Candy Says”, “Pale Blue Eyes” (la que él prefería entre las de su cosecha), “Sweet Jane” y “Rock’n’roll”.
Lou Reed (’72), su primer disco solista, traía varias de las canciones que habían quedado inéditas en VU, pero su sonido de rock genérico no ayudó a su suerte. Quien sí lo hizo fue uno de sus admiradores, David Bowie, quien le propuso producirle su próximo trabajo. Transformer (‘72) mostraba una cara glam de Reed y la ambigüedad sexual estaba expuesta en primer plano. “Mi primer álbum estaba lleno de canciones de amor, en éste son todas canciones de odio”, dijo el cantante. “Perfect Day”, “Vicious”, “Satellite of Love” y especialmente “Walk on the Wild Side” llevaron al disco a los charts, algo impensado para el poeta oscuro del rock. “Cualquier canción que mencione el sexo oral, la prostitución masculina, las drogas y el valium, y así y todo la pasen por la radio tiene que ser muy cool”, dijo el crítico Nick Kent respecto del “Walk...”.
Si el mundo esperaba otro disco accesible después de Transformer, Reed ciertamente lo decepcionó: Berlin (1973) es la desgarradora historia de una pareja de junkies en la que hay niños que lloran, un suicidio, todo mal... Y así y todo, ese disco conceptual producido por Bob Ezrin es otra obra maestra de Reed. El álbum recién fue tocado en vivo y en orden más de treinta años después de su salida. Ese patrón de “disco comercial” versus “obra artística difícil de digerir” se repetiría más adelante en la carrera de Reed, lo que quizás haya boicoteado sus posibilidades de ventas, pero que ciertamente estableció sus credenciales como artista que se cagaba en las concesiones.
Reed hizo giras en las que simulaba inyectarse mientras cantaba “Heroin”. Se tiñó el pelo de rubio. Bajó a tierra. Dejó las drogas. Volvió a las drogas. Volvió a dejarlas. Estuvo en pareja con una transexual. Se dejó ganar por la vida burguesa. Se casó con una fan. Reapareció como poeta rockero. La muerte de Andy Warhol lo llevó a juntarse con John Cale, lo que desembocó en un regreso bastante pobre (en términos artísticos) de Velvet Underground. Se divorció. Puteó a los republicanos y a los más extremos los acusó de incestuosos. Se casó con la cantante y artista multimedia Laurie Anderson. Grabó un disco basado en Edgar Allan Poe, otro para hacer tai chi y uno con Metallica.
Y en el medio, dejó otra cantidad de obras de una altura difícil de empardar. Por ejemplo, Metal Machine Music (’75), que también es difícil de escuchar: un vinilo doble cuyas cuatro caras solamente contienen ruido blanco y manipulaciones electrónicas. “No hay paneos. No hay sincronización. No”, decía en una suerte de manifiesto el sobre interno de ese álbum que tantos fueron a devolver y que el crítico Lester Bangs declaró el mejor disco de la historia. O The Blue Mask (’78), con una dupla de guitarras impresionante junto a Robert Quine. Y, claro, el enorme New York (’89), en el que retrató como nadie el esperpento del final de la era Reagan-Bush. Y “Magic and Loss” (’92), sobre cómo lidiar con la enfermedad y las pérdidas. Y hasta Ecstasy (2000), que lo trajo a Buenos Aires por segunda vez (la primera había sido en 1996, para la presentación de Set the Twilight Reeling; volvió en 2008 para acompañar a su esposa en un par de temas).
En 1987, hablando sobre su carrera con un periodista de RollingStone, Reed dijo una frase que puede sonar pedante, pero que no está exenta de realidad: “Siempre pensé que si se la veía como un libro, entonces ahí tenés la Gran Novela Norteamericana, cada disco como un capítulo. Están todos en orden cronológico. Agarrá todo, apilalo y escuchalo en orden: ahí está mi Gran Novela Norteamericana”. ¿Habrá sido una tardía justificación para su mentor Delmore Schwartz, que odiaba el rock? ¿O el arrepentimiento por no haber cumplido su sueño juvenil de consagrarse como escritor? Como fuera, su obra, amplificada por el poder de la música, trasciende esas carencias. Pero la idea de escucharla en orden sí tiene sentido. Tal vez sea la mejor manera de despedir a un artista tan crucial que, a pesar de haber sido acusado de convertir a varias generaciones en zombies drogones, les salvó la vida a unos cuantos. Igual que le pasó a él cuando el rock’n’roll le llegó desde la radio.
(semblanza de Roque Casciero tomada íntegra del sitio "página/12".)
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