Entre las múltiples lecturas que admite la obra de Juan Rulfo está la que concierne a la figura del padre: Juan Preciado viene a Comala porque le dijeron que aquí vivía su padre, un tal Pedro Páramo.
Siguiendo la pauta clásica de que el narrador no debe explicar nada, como pedía Walter Benjamin, el novelista mexicano más importante de todos los tiempos no hace explícita, por supuesto, su experiencia del padre. En la novela Pedro Páramo, si bien se lee, hay alusiones al padre personal del escritor, solo discernibles si se conocen pormenores del hecho biográfico que marcó el resto de su vida a partir de los seis años. Sin embargo, hay un texto, al margen de su obra de “pura invención literaria”, que lleva por título Mi padre y que apareció en Los cuadernos de Juan Rulfo de la editorial Era hace varios años.
La exposición narrativa en la novela, dice Rodrigo Rey Rosa, es un procedimiento casi inconsciente. Es como un sueño dirigido que solo se consigue en la dinámica propia de la escritura. Juan se encomienda a su propia invención. Se abandona a la fantasía y allí, en ese corazón de las tinieblas, la voluntad consciente no gobierna. Se pone a escribir “a ver qué sale”.
“Mi padre murió un amanecer oscuro, sin esplendor ninguno, entre tinieblas. Lo amortajaron como si hubiera sido cualquier hombre y lo enterraron bajo la tierra como se hace con todos los hombres. Nos dijeron: “Su padre ha muerto”, en esa hora del despertar, cuando no duelen las cosas; cuando nacen los niños, cuando matan a los condenados a muerte. En esa hora del sueño, cuando uno está a la mitad del sueño dentro de los sueños inútiles, pero llevaderos, fatales, pero necesarios”.
Juan intuye otro matiz en la hora del lobo (cuando nacen los niños, mueren los moribundos, atacan por hambre los perros de montaña) y dice que también es el instante de los fusilamientos: “cuando matan a los condenados a muerte”.
Y el niño que había en él, y que nunca dejó de llevarlo adentro, dice no: mi padre no ha muerto, no puede morir. Nadie puede morir mientras uno duerme.
“Yo soñaba que tenía un venado entre mis brazos. Un venado dormido, pequeño como un pájaro sin alas; tibio como un corazón quieto y palpitante, pero adormecido”.
Si el lector se fija puede entrever en la obra de no pocos novelistas la alusión al padre, en Philip Roth y John Updike, por ejemplo, este último autor de un cuento al final de su vida: Las lágrimas de mi padre. Héctor Abad Faciolince, en El olvido que seremos, se va directo sobre la figura de su padre. Guadalupe Nattel, en su reciente El matrimonio de los peces rojos, dedica el último relato a la creación o recreación de un personaje importante: su padre. Vicente Quirate escribe sobre su padre muerto en La invencible. Ya lo había hecho Ricardo Garibay en Beber un cáliz. Hacen lo mismo Jorge Hernández Campos, obsesivamente, la norteamericana Siri Hustvedt en La mujer que tiembla, y el enorme chiapaneco Jaime Sabines en la elegía sobre el mayor militar que fue su padre.
“Mi padre fue un hombre bueno”, anotaba Juan en su cuaderno. “Vivió en esa época en que todo era malo. En que no se podían hacer planes para el mañana, pues el mañana era incierto y el hoy no terminaba nunca”.
(texto del escritor Federico Campbell acerca de Rulfo el inagotable; tomado del sitio "río doce".)
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