Demasiadas balas
Hace dos semanas fui a una tienda del otro extremo de la ciudad para comprarme un arma de fuego, pero el formulario de la policía no había llegado hasta ahora. Ahora vuelvo y el vendedor me entrega la pistola, empaquetada con esmero, además de cincuenta balas. Cuando le advierto que no voy a necesitar tanta munición, él se encoge de hombros y contesta con indiferencia que eso nunca se sabe. En el establecimiento se exponen toda clase de armas de fuego, escopetas de caza, fusiles ametralladores. Los pocos compradores, la mayoría chicos con cazadoras de cuero, deambulan mirando las armas. En América todos los ciudadanos tienen derecho a ir armados. Vuelvo a casa en taxi; el chófer me pregunta qué he comprado y asiente al saber que se trata de un revólver. "Siempre viene bien", me dice. Es la primera vez desde hace meses que siento algo parecido a la tranquilidad. No tengo planes de suicidio, pero si el envejecimiento, la debilitación, la pérdida de mis capacidades avanzan al mismo ritmo, es bueno saber que podré acabar con ese humillante deterioro en cualquier momento, y no tendré que temer lo peor: terminar en uno de esos vertederos institucionales, en un hospital o en una residencia de ancianos. Sin embargo, hay que tener suerte incluso para eso, porque la apoplejía puede impedir la huida.
(texto tomado de Diarios 1984-1989, ed. Salamandra, col. Narrativa, Barcelona, 2008. Traducción del húngaro de Eva Cserhati y A. M. Fuentes Gaviño.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario