Uriel Martínez
LA INVITADA
grita, avisa que se va,
azota la puerta, no quiere
saber nada, enfurecida
cierra uno a uno los botones;
como poseída por nadie, como
el cuervo que grazna de noche
a la noche, se calza apresurada
las sandalias de fuego;
grita de nuevo, salpica los
espejos, arroja vaho
a las paredes, la garganta
estremecida se le irrita;
baja los escalones de 2 en 2,
como urgida de precipicio
exige le abran la puerta
principal; sale corriendo,
corre a la esquina, sin bolso,
sin abrigo, sin paraguas,
la niebla asciende del asfalto,
se pierde en la distancia.
LA ANFITRIONA
con los pasos breves y discretos
propios de la derrota, baja
24 escalones tomada del barandal
de la alta noche;
como en una escena en blanco
y negro, lentamente arrastra
la gabardina como quien espera
lluvia o viento;
abre el coche, mete la llave
para encenderlo y observa
en la luna del retrovisor
el cigarrillo tembloroso, anhelante;
por fin el coche arranca
en dirección al tumulto
de aquella que olvidó llaves,
cepillo y pashmina en el baño;
si la alcanzo le digo que vuelva
que la perdono que no se agite
que llore en mi hombro que beba
de mi cáliz que acomode los espejos.
LA OTRA
la otra, la que no quiere
volver a casa, dilata la noche
del sábado en el apeadero
para el empleado pobre;
sujeto el pelo en chongo
lleva consigo los secretos
de la noche, viste para ello
unos jeans entallados;
nunca se sube a la báscula
ni se toma la estatura 1.60,
prefiere chicles de menta
y anteojos en el tupé;
gira en un tacón cuando
desde un coche le gritan
su precio, aunque ha de
conseguir el gasto semanal;
si se le hace más tarde
sin enganchar al pez
de los billetes, sabe
a lo que se expone:
a que la encuentre el sereno
ya con el chicle derrotado
y la cama a solas.
(textos tomados de la e-review "a fondo", de Fernando Andrade Cancino.)