sábado, 9 de junio de 2012

Gabo, perdido en Macondo

Hace dos días Plinio Apuleyo Mendoza le confesó a Édgar Artunduaga que Gabriel García Márquez ya no podía reconocer a una persona por su voz. Me temo que la situación de Gabo puede ser, de hecho, peor: lean esta frase que escribió en El Tiempo en septiembre del año pasado, a propósito de los tiempos de la revista Alternativa, Enrique Santos Calderón sobre su gran amigo: “Sin temor a equivocarme -que me corrija la ‘Gaba’, que estuvo siempre al pie del cañón- puedo asegurar que esos años de alternativa fueron la etapa más politizada de la vida de García Márquez”. Tristísima la frase. O por lo menos para mí. Es una confirmación de lo que era un secreto a voces pero que, en el fondo de mi alma, esperaba que fuera una habladuría más. Al parecer no lo es: la frase, inconsciente o no, nos ratifica la noticia, no sólo de que Gabo ya no reconoce a una persona por su voz, sino de que Gabo ya no es Gabo; de que probablemente de lo único que se esté acordando ahora sea de una infancia remota que por millonésima vez es su propia imagen asándose de calor en la arena de las calles de Aracataca.

No de otro modo se explica el tratamiento de difunto que le da Santos Calderón: ¿por qué habría de corregirlo la esposa y no el propio Gabo que, por supuesto, estuvo un poco más que al pie del cañón y quien todavía vive? En general toda la crónica es así –o ya la veo así después de la frase referida-, en ese tono elegíaco, como si nuestro gran patriarca de Macondo ya no fuera de este mundo, como si su merecido otoño ya hubiese dado paso a un irreversible invierno mental, vergonzante, ya no para él, que ni siquiera lo sabría, sino para sus familiares y amigos quienes, a pesar de las jugadas del inconsciente, quisieran preservar su lejana imagen apabullante de hombre sabio; quienes quisieran que se le respetaran estos tiempos difíciles en que la literatura y la clarividencia de la vida son ahora una materia intangible para un hombre que siempre cerró su vida privada al mundo con tres aldabas, tres cerrojos, tres pestillos.
Ya Gerald Martin, su biógrafo oficial, había dado unas primeras noticias; dadas así, con cautela, como cuando le informan a alguien que un pariente muy cercano y muy querido se va a morir pronto. Esto escribió sobre Gabo en Una Vida, la biografía que sobre él hizo: “Con los apuntes adecuados era capaz de recordar la mayoría de las cosas del pasado distante –aunque no siempre los títulos de sus novelas- y entablar una conversación razonablemente normal, incluso divertida”. Terrible situación para alguien que siempre se tuvo a sí mismo como un profesional de la memoria; para alguien que en los pantanos de la vejez le debía quedar radiante, como un trofeo, el recuerdo de los numerosos escollos que tuvo que sortear durante una infancia y una juventud en las que se disputó la vida a brazo partido con la pobreza; para alguien que las bolas de candela de los extremismos políticos y los eclipses aciagos, producto del reguero de adioses finales de sus amigos del alma, lo habían curtido contra los recursos de lástima de las troneras de la memoria.
Tranquiliza, al menos, saber que no sabe que la vida sigue, aún con él a espaldas de su propio poder, de ese poder que, por otro lado, siempre persiguió: en Clinton de Estados Unidos, en Fidel de Cuba, en Torrijos de Panamá, en Mitterrand de Francia, en Felipe González de España, en López de Colombia (y en casi todos los presidentes de Colombia de los últimos 40 años, con la infame excepción de Turbay); a espaldas de sus amores furtivos y de sus amores inverosímiles de perdición; a espaldas de su fortuna personal, ahora incontable y estéril, refundida por los peores acechos de unos olvidos que lo deben tener tantaleando en las nieblas ilusorias de una vida que ya no es la suya.
Repito: es triste. Y, a pesar de que su deslumbrante edad lo dispone, me es difícil imaginarme a mi maestro cautivo de sus propios delirios en el marasmo senil de una hamaca, desprendido sin dios de una realidad con la que no necesita reconciliarse, qué vaina, y sin embargo, y aunque él se quede sin saberlo para siempre, prefiero pensarlo así, aún vivo, para poder darle, en las últimas hojas heladas de su otoño, las gracias, maestro amado, gracias por los clamores de las muchedumbres frenéticas que con la noticia de tu Premio Nobel se echaron a la calle cantando himnos de júbilo, gracias porque en la ristra de hojas amarillas de tu otoño arrastras las ilusiones de todo un pueblo que supiste descifrar con artificios de alquimista, y al que le diste instantes inasibles de felicidad, gracias por los cohetes de gozo y las campanas de gloria que a pesar de tu partida seguirán en tus libros, en tus palabras, en tu recuerdo, y nos seguirán anunciado por siempre jamás que el tiempo incontable de la eternidad para ti nunca terminará.


(Tienes un amigo que le ha tocado cuidar a su madre de un ramo precioso de achaques que vienen con la edad, entre otras virtudes la señora se sienta a platicar de la calle -ahora llamada Ramón López Velarde- en que vivió de niña con sus padres, pero trasladada a aquel pasado, como en flash back, calle que era un arroyo -como los versos del poeta jerezano, aunque a veces cargados de fango y alimañas-; le ha tocado a él comprarle y cambiarle los pañales cuando es necesario, checar la posición en la cama para que no se llague; llevarla y traerla cada tercer día del lavado intestinal y comprarle los sustitutos vitamínicos cuando no quiere comer a sus horas; etcétera. Mi amigo dice que no quiere llegar a la edad de su madre para no "despertar" lástima. Nota de Samuel Rosales en el blog "kien&ke", hecho en Colombia.)