lunes, 10 de agosto de 2020

Uriel Martínez (1950 )

g. verdi, web





Fase 3 (parte 17)


Aria de Verdi

I.

Luego de cinco meses
enclaustrada
la loca del pueblo
salió a la calle;

como quien levanta
su lápida
con esmalte recién aplicado,
sacó un pie y luego el otro;

vio a la distancia
el paisaje a un tiempo
nuevo y el mismo,
sin sorpresa;

vio auras y zopilotes
que en lo alto
trazaban círculos concéntricos,
hermosos y perfectos;

era un día soleado
y se calzó los huaraches
de playa.

Luego decidió
que cantaría un aria de ópera
en la calle mayor.

2.

Llega de pronto con
una flor prendida del aire,
detenida en la sien
izquierda.

Sonríe a los teporochos
de plazas y jardines
esperando que alguno
le extienda la anforita

como se tienden
cinco dedos en señal
de reconocimiento
y confirmación de algo.

Ella se llama de un modo
y al día siguiente
porta otra identidad,
otras señas particulares.

Pero eso no importa,
importa su oficio:
aprendiz de todo
y oficial de nada.

La vida es una batea
de babas, dice dominada
por la euforia, la química
que irradia.

3.

Pasa cerca de escaparates
donde se asoman animales presos
de una rutina insomne;

al verse reflejada en los cristales
ella exhibe cara de asombro,
como quien no sale de la celda;

le da vueltas y vueltas
a la imagen impresa en las pupilas
y no halla una  razón para llevarla;

se deja entonces conducir de la sombra
que la acompaña hasta nueva orden,
como bestezuela dócil, como juguete;

hace meses que no abandonaba su encierro,
tiempo en el cual corvas, rodillas y huesos
se le atrofiaron de cuatro paredes geométricas;

sabe que todo es cuestión de entrenarse
bajo el sol, dejarse conducir por amigos
lazarillos pues ella es mascota de sí.


Anagnórisis

1.

Hace 26 semanas partí de Laguna Honda al pueblo vecino -Sin Nombre- a llevar una información que me ardía en el gaznate: las cenizas de J se habían esparcido, según su última voluntad, en el cerro más alto del pueblo. Ante la falta de transporte, esa mañana de febrero eché a andar confiando en que pasaría un taxi disponible que me diese servicio. Era una mañana fría acompañada de un chipi-chipi que por momentos disminuía, se aceleraba. Avancé cuatro kilómetros a golpe de calcetín, me detuve a tomar aliento a las orillas de un pueblo. Era la finca de un expendio de licor y cerveza abandonada. Mientras me reponía, apareció un auriga de 75 años -supuse- en su moto. Se detuvo a hurgar en su alforja un par de anteojos que lo protegiesen del viento y la lluvia. Intercambiamos saludos y nombres. Él iba al pueblo vecino y volvería pronto. Me aseguró que si me encontraba a su regreso, me encaminaría los siete kilómetros restantes para llegar a Sin Nombre. Esa mañana sólo había visto pasar un taxi  -en sentido contario- y varios vehículos en la misma dirección que yo llevaba ese domingo de febrero. "No le dé pena", me aconsejó, pida un ride, no pasa de que no lo atiendan. Nos despedimos. Me hice de sangre fría y levanté el pulgar derecho: se detuvo una Toyota, me trepé a la caja. Arrancamos y llegamos. Etcétera.

2.

Llegué al pueblo. Había festín familiar con muchas visitas de fuera. La aldea vecina de Laguna Honda tiene raíces religiosas. La lluvia había entrado en su fase de chipi-chipi, había cerveza y refrescos que estimulan caries, obesidad y diabetes mellitus a temprana edad. Ya había entregado el mensaje, ya me habían saciado el hambre, ya Ella me había preguntado por mi mujer, hijos y nietos. Me tomaba por uno de los suyos; en cambio, yo esperaba, me ofrecieran cobijo por esa noche helada y húmeda. Estaba en la sección de sobremesa cuando la matrona se acercó con bastón y, a boca de jarro, me preguntó a qué hora era mi regreso. "Ahorita mismo", respondí para evitar rodeos. Pregunté por un atajo que me llevara a la orilla del pueblo. Con suerte encontraría un taxi; con harta suerte me regresaría de ride.

3.

Cuando yo había llegado, vi pocas caras conocidas. Me decepcionó ver que el pozo de agua que  recordaba había desaparecido. Un pozo que fue durante mucho tiempo -para mí-, el pozo del poeta bucólico que en el fondo conserva una tortuga para "purificar" el agua. Era un pozo con carrillo y cubo de los tiempos de María Castaña ("¡Ay!"), un cubo de madera abrazado por un cincho de metal inoxidable. El patio de entrada se había encementado burdamente para acondicionarlo como estacionamiento de autos con placas foráneas. Salí huyendo después del convivio ofrecido y presidido por la matrona de noventa y tantos años, una versión de la Bernarda del poeta y dramaturgo granadino. Esperé a las afueras de la aldea hasta que -ya oscuro-, conseguí transporte. Me apeé en L.H. cerca de las 21 horas. Sano y Salvo. Había cerrado un ciclo en mi vida y con mi infancia.


Dogville, agosto 2020                                                                                                        (Inédito)  


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