Escribía mi diario con los deditos
convencida de que mi padre no lo leía.
Era en el verano y entonces sólo importaba
que el camping tuviese piscina,
que no nos picasen demasiado los mosquitos,
que los padres no se peleasen,
que no me dejasen dos semanas en casa de mis padrinos en septiembre.
Es que la extrañeza me devoraba en casa de mis padrinos
en aquel valle de montañas resecas.
A mí me tocaba enjugar la tristeza
que chorreaba mejillas abajo de mi madrina
y caía sobre el delantal manchado de sangre de gallina
y de hijo.
Y de hijo tendido en el prado y ella como una pietà
aquellos septiembres secos en Pallars
de meriendas en El Cuco
y noches amedrentadas de suelos que crujían
de camino al lavabo;
de suelos que crujían y relojes descompuestos
marcando siempre la misma hora
y las lágrimas de la pietà con sangre de hijo en el delantal;
de hijo desangrándose en el regazo de la pietà
y el mundo congelado en el único instante del mundo.
Y yo enjugándole la tristeza de las mejillas.
Y la pietà de bata blanca en el hospital psiquiátrico
años más tarde.
Años más tarde, cuando los antidepresivos habían taponado
los grifos de la tristeza mejillas abajo,
de la tristeza del único instante del mundo
paseando por el hospital psiquiátrico en bata blanca.
«Esta falda que llevas te la podría haber hecho yo.
¿Ves esta semilla? Es de este árbol. Ten».
Y esa semilla en la bolsa de mi chaqueta
áspera y puntiaguda como las montañas
y la tristeza de la pietà
que ahora era un pantano de bata blanca
y las compuertas cerradas
paseando por el hospital.
Y el agua estancada
se volvió dolor en la espalda de la pietà
que ya no llevaba el delantal manchado de sangre;
se la habían limpiado,
le habían taponado la tristeza con antidepresivos
y ya no se veía,
y por eso no nos espantaba tanto.
Pero su mirada marcaba la hora
de todos los relojes descompuestos
en el único instante del mundo,
en medio del prado,
con el hijo manchándole el delantal
convencida de que mi padre no lo leía.
Era en el verano y entonces sólo importaba
que el camping tuviese piscina,
que no nos picasen demasiado los mosquitos,
que los padres no se peleasen,
que no me dejasen dos semanas en casa de mis padrinos en septiembre.
Es que la extrañeza me devoraba en casa de mis padrinos
en aquel valle de montañas resecas.
A mí me tocaba enjugar la tristeza
que chorreaba mejillas abajo de mi madrina
y caía sobre el delantal manchado de sangre de gallina
y de hijo.
Y de hijo tendido en el prado y ella como una pietà
aquellos septiembres secos en Pallars
de meriendas en El Cuco
y noches amedrentadas de suelos que crujían
de camino al lavabo;
de suelos que crujían y relojes descompuestos
marcando siempre la misma hora
y las lágrimas de la pietà con sangre de hijo en el delantal;
de hijo desangrándose en el regazo de la pietà
y el mundo congelado en el único instante del mundo.
Y yo enjugándole la tristeza de las mejillas.
Y la pietà de bata blanca en el hospital psiquiátrico
años más tarde.
Años más tarde, cuando los antidepresivos habían taponado
los grifos de la tristeza mejillas abajo,
de la tristeza del único instante del mundo
paseando por el hospital psiquiátrico en bata blanca.
«Esta falda que llevas te la podría haber hecho yo.
¿Ves esta semilla? Es de este árbol. Ten».
Y esa semilla en la bolsa de mi chaqueta
áspera y puntiaguda como las montañas
y la tristeza de la pietà
que ahora era un pantano de bata blanca
y las compuertas cerradas
paseando por el hospital.
Y el agua estancada
se volvió dolor en la espalda de la pietà
que ya no llevaba el delantal manchado de sangre;
se la habían limpiado,
le habían taponado la tristeza con antidepresivos
y ya no se veía,
y por eso no nos espantaba tanto.
Pero su mirada marcaba la hora
de todos los relojes descompuestos
en el único instante del mundo,
en medio del prado,
con el hijo manchándole el delantal
(texto tomado del muro fb de orlando guillèn, poeta y traductor)
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