lunes, 23 de agosto de 2010

NO MÁS LABIOS COSIDOS

La siguiente carta es la respuesta del doctor Antonio Marquet a un ciudadano que respondió a la ofensiva reacción del cardenal Juan Sandoval Ìñiguez a la SCJN y al jefe de gobierno del DF, Marcelo Ebrard a propósito del voto a favor del matrimonio entre ciudadanos del mismo sexo y su derecho a la adopoción. Por la importancia que implica el establecimiento de nexos entre aquellos que se han visto marginados y humillados desde la infancia, se reproduce tal cual en este espacio que pretende ser un respiradero de libertad.



Querido Enrique:
No te conozco personalmente pero sí conozco y admiro tu determinación para actuar y decir. Son nuestros actos y nuestros dichos lo que nos constituye.Tus acciones y palabras, en cierta medida, son producto de una experiencia que compartimos: consiste en haber estado sujetos en la niñez y adolescencia, y continuar estando sujetos como adultos a la violencia de la injuria; sometidos a una furia arbitraria y calculada que puede desatarse en cualquier momento. Cuando éramos niños, un paso en falso y estábamos fritos. Cualquier nadería podía traicionarnos a la mirada vigilante. Un gesto salido de nuestro true self nos entregaba atados de pies y manos a la risa; la descalificación, la censura o a la burla. Incluso a golpes verbales o físicos. Crecimos reprobados en un mundo satanizado en que casi todo era pecado.

En algún momento de nuestra vida, como homosexuales pasamos por esta experiencia.Como niños, nos quedamos callados, sin voz ni voto, sometiéndonos a la razón de la mayoría. Quizá la primera actitud salvadora consistió en idear una serie de artimañas y situaciones absurdas para ocultar nuestra forma de ser. Negamos incluso nuestra homosexualidad naciente. Es decir nos negamos a nosotros mismos y a pesar de ello vimos cómo persistía tenazmente "eso" que era tan difícil de aceptar . ¿Por qué nosotros?, nos preguntamos.

Primero combatimos esa afectividad con tenacidad y ansiedad. El sentimiento de soledad se hizo más agudo porque no teníamos a nadie a quién contárselo. Ciertamente no se lo diríamos a nuestros hermanos; mucho menos a nuestros padres. Era demasiado terrible, demasiado fuerte, demasiado a contracorriente. Cómo podríamos admitir semejante originalidad sin culpa. Con las escasas fuerzas de un niño enfrentamos solos cómo surgía, tomaba forma y finalmente se asentaba esa diferencia que nos aislaba de nuestra familia, del grupo.Silencio, soledad, angustia se difundieron en todo nuestro ser de labios cosidos.Cada una de nuestras reacciones era vigilada por nosotros y por los otros que querían descubrir más. Fingíamos, intentamos representar a otro personaje, quizá hayamos rezado para que una fuerza divina nos ayudara en ese trance y nos hiciera iguales a los otros.Sin embargo, a pesar de diferentes estrategias, nuestro deseo normalizador fue derrotado. Imposible dominar el gusto por nuestros compañeros, por nuestros mayores. imposible doblegar la constante ubicación en campos ajenos a los de los demás niños, considerados como normales, sanos, ejemplares.

Espontáneamente fue echando raíces la diferencia que nada tenía que ver con las normas establecidas, con las conductas ejemplares y con las vías trilladas.El proceso para colocarnos en la sociedad como homosexuales fue largo y costoso: la experiencia no estuvo exenta de dolor, angustia, ansiedad. mil y una vez quizá hayamos reprobado nuestra manera de reaccionar. quizá hayamos lamentado las palabras que pronunciamos con un tono poco convencional.Durante largo tiempo nuestras acciones fueron agridulces. cómo describir la enorme emoción y la severa condena ante lo que nos gustaba, ante la línea que iba tomando nuestra sensibilidad, nuestra afectividad e inclinación, nuestros gustos y ademanes, nuestros juegos y preferencias, nuestra apariencia y forma de ser.

Si fuéramos capaces de recordarlas, ahora nos reiríamos de todas las excusas que ideamos, de las explicaciones para desviar de la mente de quienes nos rodeaban la idea de condena y rechazo.Sin embargo llegó el momento de la epifanía: conocimos a otros seres como nosotros.

Sorprendentemente para nosotros, ellos se regocijaban de ser diferentes. Acentuaban los gestos y las poses reprobadas. Exageraban todo lo que era prohibido y censurado. Actuaban con libertad y cinismo, con provocación y humor. Se reían de nuestro azoro e ingenuidad. Fue entonces cuando el mundo dio un giro: surgieron amistades entrañables, lazos que nos salvaron de una profunda tristeza, angustia, miedo, depresión. hubo un momento en que descubrimos que había un mundo clandestino. Hubo un momento en que lo importante fueron los índices que develaban pasiones ocultas. Hubo un momento en que el mundo se volvió muy diferente de lo que habíamos visto hasta ese momento.

De la primera etapa quedan restos de inseguridad. En el segundo momento echó raíces la certidumbre de que todo es susceptible de cambiar y puede cambiar. Nuestro más hondo aprendizaje es que nuestros ojos no perciben sino un mundo de apariencias detrás del cual hay otra realidad donde se aloja la libertad, las posibilidades afectivas y goces que no se permite el común de la gente. Tenemos un sentido propio de la palabra libertad. Si de la primera etapa hay todavía residuos de vergüenza; de la segunda surge una firme voluntad de cambio. La convicción de que el mundo de las apariencias debe caer, en aras de autenticidad. Si la palabra independencia tiene sentido para nosotros, ésta está relacionada con el momento en que nos decidimos por tomar una vía ajena a todo lo que fue el mundo de nuestra infancia. Y nos echamos a andar para construir senderos que ahora son amplias avenidas. Tras cada una de las letras de la enorme palabra homosexualidad palpita un sentimiento de revolución; late un ansia de transformar el mundo de los simulacros, de preguntarse ¿y por qué no ha de ser posible tal?; ¿por qué ha de permanecer reprobada tal manera de ser o de sentir?; ¿por qué vivir bajo la lápida del tabú? ¿por qué hemos de vivir en un mundo de convencionalismos y de clichés, de frases hechas? ¿por qué hemos de resignarnos a lo esclerótico; a la repetición tradicionalista? ¿por qué hemos de renunciar a descubrir horizontes diferentes?

El mundo cambió cuando decidimos apartarnos de la norma.Decir y actuar tiene consecuencias.Me da mucho gusto decirte que un blog escrito por un amigo a quien admiro y respeto, recomendó la lectura de tu carta a Saldoval Íñiguez. Yo no te conozco. El no te conoce. Seguramente Sandoval no leerá tu carta: no es hombre de letras sino de injurias. Lo que cuenta es el gesto de arrojar nuestro mensaje en una botella a la red. Lo que importa son nuestras palabras; nuestra decisión de romper el silencio.

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