Los tahúres
a Mario Sáenz
I
Corrían los patacones
Y entre ellos más de una prenda,
Sobre la jerga tendida
De carpeta en la trastienda.
La trastienda en que apilaba
Surtido y frutos de acopio,
Guadalupe Barrionuevo
-Don Guado- sí, pues, el propio.
Cauteloso el hombre, armaba
La tertulia con reserva,
Como haciéndole lugar
Entre los tercios de yerba.
Pues noche a noche sin falta,
Por ser de afición segura,
Si no caía el comandante,
Entraba a tallar el cura;
Mas que al tendero le diesen
El mismo diablo por socio,
Al ver que en todos los ramos
Atravesaba el negocio.
Y que para él nunca había
Quiebra, trampas ni epidemia,
Porque sólo Satanás
Así su servicio premia.
La casa prestaba al doce,
Claro está que sobre empeño,
Y algún pagaré aceptaba
Llevando la banca el dueño.
Allá rodaba de todo:
Chirolas, cóndores, soles...
Desprendidos de las rastras,
Viejos duros españoles.
Y hasta alguna pelucona,
Siempre noble en su ley fija,
De aquéllas que los antiguos
Enterraban en botija.
Y que diré de las prendas
Con que más de un gaucho rico
Podía, en plata labrada,
Llegar a la arroba y pico.
Había también reñidero
En una ramada fresca.
La entrada era con desarme
Para evitar cualquier gresca.
Y para formalizar
Las carreras con depósito,
La tienda facilitaba
Papel sellado, a propósito.
Esa ocasión que les digo,
Andaba el cura en la mala.
De ahí dimanó la trifulca
En que de guapo hizo gala.
Gauchazo en los menesteres
Del lazo y hasta la doma,
Decían por allá que no era
De ocasionarlo ni en broma.
Pues ya en algunos percances
Famosos en la comarca,
Más de un terne entró orejano
Para salir de su marca.
Y a tres que una vez, dormido
Lo asaltaron, los corrió,
Sin más arma que una pata
Que de la cuja arrancó.
La suerte, en aquella timba,
Se le había, pues, dado vuelta;
Pero él llapaba la banca
Con tenacidad resuelta.
Diciendo, como es sabido,
Que en el amor y el juego,
La mujer y la fortuna
Por cisma toman apego.
Era sábado a la noche;
Y al ir a poner la banca
No faltó quien le advirtiera
Que es noche de salamanca.
Y habiendo allá maleficio,
Según rodaba la bola,
El mandinga en la baraja
Podía meterle la cola.
Mas qué caso había de hacer,
Cuando él sabría, por supuesto,
Contra el malo y sus argucias
Tanto latín bien compuesto.
Era audaz en el relance,
Hasta ofrecer mamarán;
Pero tenía una costumbre
Que ustedes apreciarán.
Y es que cuando le iba yendo
Mal del todo en la jugada,
Solía apagarles la vela
Y alzarse con la parada.
Y como que comprendían
Su sagrado privilegio,
Nadie a tocarlo se osaba
Por temor al sacrilegio.
Pero esa noche, en la mesa
Jugaba gente distinta:
Unos cuatro forasteros
De armas llevar por la pinta.
Por la pinta y los cuchillos
Que eran de esos cachivaches
Con hojas de media vara
Y cabos de tres remaches.
Amigos del juez de paz,
Pronto supo una vecina
Que diz que iban de elementos
A votar en Salavina.
Muchos lances y pendencias
De los mismos se contaba,
Desde las mesas de juego
Hasta las canchas de taba.
Uno de ellos a un tramposo
A quien descubrió el manejo,
Le hizo tragar a riendazos
El anillo con espejo.
Y a otro que empalmaba el naipe
Al dar corte, él, por sorpresa,
Mano y carta con la daga
Le clavó sobre la mesa.
Ese era un tal Pancho Aldaba,
Gaucho de reputación,
Que gritaba todavía
¡Viva la Federación!
Al segundo lo apodaban
El Manchao de las Higueras.
Santos Gauna era el tercero,
Y el cuarto Fermín Contreras.
Se los nombro, porque fueron
De aquellos últimos criollos
Que al más listo le volcaban
Un pial con todos los rollos.
Varones que no tuvieron,
Como se solía decir,
Ni el cuero para negocio
Ni el pecho para gemir.
El cura les conocía,
Por cierto, más de una hazaña;
Pero esa vez, azarado,
No pudo, al fin, con su maña.
Así es que a una voz de "copo",
Sin andarse en arrumacos,
Le dio un zurdazo al candil
Y echó mano a los morlacos.
¡Hubieran visto el barullo
Con que atronando el garito,
Aquellos hombres, furiosos,
Se enderezaron al grito!
Si no hubo allá una desgracia,
Fue porque ducho el tendero,
Les rodeó una cuarterola
Y al medio les metió un cuero.
Con lo que escaparse pudo
El cura en la confusión,
Hasta que de la cocina
Vinieron con un tizón.
Pues aquí, señores míos,
Que sepan es menester,
Que no había en aquellos tiempos
Otro modo de encender.
Y mientras soplan la brasa,
Y remontan el pabilo,
Llega el juez, que los reduce
Conciliador y tranquilo.
Diciéndoles que él de todo
Sale garante en persona,
Y ante la ley, si es preciso,
Con los mostrencos lo abona.
Mas, aunque así la trifulca
Por el momento cesara,
Fácil era colegir
Que armada, no más, quedara.
Porque hombres de tanta empresa
Y agallas tales, dejuro
No se iban a conformar
Con esa burla en lo oscuro.
El clérigo se explicaba,
Sosteniendo con vehemencia
Que más bien había hecho aquello
Por descargo de conciencia.
Pues siendo ya medianoche,
Si en la carpeta seguía,
No iba a poder celebrar
En pecado, al otro día.
Que era por demás la usura
Con que en lance desigual,
Abusando de la liga
Lo dejaban sin un real.
Y que cuando llega a haber
Demasía en el provecho,
Sabido es que lo condenan
La religión y el derecho.
Así quedaron las cosas
Y concluyó la partida.
Lo que ahora viene es mejor
Como se verá enseguida.
II
El domingo de mañana
Ya la iglesia estaba llena,
Cuando al segundo repique
Llegó el cura en hora buena.
Nadie a misa le faltaba,
Porque esa gente sencilla
Sólo alcanzaba dispensa
Para el tiempo de la trilla.
De suerte que el paisanaje
Era mucho aquel domingo,
Aseado, y cual más cual menos,
Jineteando su buen pingo.
Detrás de la sacristía,
La caballada en la reata
Era un solo refucilo
Con el brillo de la plata.
Y daba gusto escuchar,
Al soplo del viento blando,
Tantas coscojas crujiendo,
Tantas espuelas cantando.
Allí estaban mis cuatro hombres
Aparentando pachorra.
El cura les pescó al punto
La intención de armar camorra.
Así es que cuanto los vio,
Ya los echó por delante,
Mandando que de su vista
Se apartaran al instante.
Y afirmando que, de no,
Suspendía los oficios,
Para que no los profanen
Herejes llenos de vicios.
Pero allá ese Santos Gauna
Se le alzó con malos modos,
Contestando que ellos eran
Hijos de Dios como todos.
Que no los iba a privar
Porque sí del sacramento,
Y que el arreglo de cuentas
Será para otro momento.
Alterado, el cura, entonces,
Casi hasta perder el tino,
Le gritó, haciéndole cruces,
"¡Te excomulgo y abomino!"
Pero el otro, sin turbarse,
Aunque era un hombre del vulgo,
Le voceó con igual tono:
"¡También yo a usted lo excomulgo!"
El caso fue que los dos
Se mandaron al infierno,
Retrucándose las cruces
En nombre del Padre Eterno.
Y quién sabe adónde llegan,
Si son palabras juiciosas,
El juez no logra de nuevo
Que se apacigûen las cosas.
Así, apurándose un poco
Por tapar el mal ejemplo,
Se dio el último repique
Y entraron todos al templo.
A esa hora, ante la mozada
Que les rinde su homenaje,
Pasaban las feligresas
De mejor porte y linaje.
Era de verlas llegar
A sentarse en los escaños,
Como echando espuma aquellas
Enaguas de cuatro paños.
Puro gro barriendo el piso,
Puro aderezo de ley
Puro abanico de nácar
Y peineta de carey.
Y en la esquina del rebozo
Con arrogancia terciado,
La onda de pelo fragante
Sobre el ojo apasionado.
III
Acabó la misa en paz,
Y habiéndola oído también,
Casi a la cola venían
los forasteros, recién.
Ya montaban recelosos
Como quien algo calcula,
Cuando por tras de la iglesia
Les salió el padre en su mula.
Era una parda ligera
Como el caballo mejor,
Que así suele haber algunas
Cuando y que es negro el hechor.
Iba el cura sin sotana,
De chambergo y nazarenas,
Y en la mano un arreador
De aquellos que quitan penas.
"¡Y ahora -gritó- caballeros,
Doy doble contra sencillo
Y sabrán qué gusto tiene
La cáscara de novillo!"
"Si derramar sangre humana
No pueden los sacerdotes,
Nos dio facultad Jesús
Para echar pillos a azotes."
Y ahí, no más, les cayó encima,
Cruzándolos con la trenza
Que al rigor de su castigo
Salpicaba la vergûenza.
Con que así, más enconados
Que ante los peores rivales,
Olvidando la ventaja
Desnudaron los puñales.
Entonces él, arrollando
La azotera a la muñeca,
Revoleó el de kentitacu
Y les entró a leña seca.
¡Cura viejo que eras guapo!
En el primer molinete,
Se vio volar un cuchillo
Y disparar solo un flete.
Pero el Fermín con presteza
Se levantó, aunque aturdido,
Buscando al tanteo el Fierro
Que ya otro le había escondido.
Y emperrado en el ataque,
Como hombre que no se arredra,
De a pie se le enfrentó al cura
Y empezó a menearle la piedra.
Mas el párroco, advertido,
Le metió la mula al fondo,
Y esa vez, con el encuentro,
Lo tiró al suelo, redondo.
Y a tiempo que de pasada
Vuelca la rienda al través,
Contra otro, en el mismo cruce,
tumbó el palo de revés.
Trastabilló el del apodo,
Yéndose hasta la paleta,
Y aun cuando pudo afianzarse,
Quedó, al golpe, hecho maleta.
Entonces los otros dos
Atropellaron en yunta,
Para no dar tregua ya,
Tirando de hacha y de punta.
La polvareda cegaba,
Aquello fue un frenesí;
Pero de repente al cura
Le falló su santo allí.
Pues al quite de un hachazo
Que tal vez le acertó en la hebra,
No va el arreador, en eso,
Y por mitad se le quiebra.
Desarmado en aquel trance,
Sin arbitrio ni socorro,
No quedaba más salida
Que la de apretarse el gorro.
Con lo que, al toparlo aquéllos,
Se les tendió al costillar,
Y aflojándole a la parda,
Le clavó las de domar.
Mas, por pronto que anduviera
No pudo evitar el riesgo,
Pues Pancho Aldaba, de un tajo,
Le cruzó la cara al sesgo.
Sólo salvó de la muerte
Gracias a que, por el vaso,
La mula en las serranías
Más quebradas halla paso.
Nunca a usted se le despea,
No la aplastan sol ni escarcha.
Pero es hija del rigor
Y sin espuela no marcha.
Así la parda del cura
Les echó el hilo a los dos,
Chicoteando a rabo limpio
Por esos cerros de Dios.
Y como no eran del pago
Para rastrear sin aprontes,
A poco andar el herido
Se les perdió entre los montes.
Una vieja comedida
Lo curó con eficacia;
Pero aquella cicatriz
Fue causa de su desgracia.
Porque al dejarlo lisiado,
Y en esa forma patente,
La misa tuvo el obispo
Que quitarle justamente.
Entonces, atribulado,
Se ausentó del pago el hombre,
Al verse incapaz, sin duda,
De volver por su buen nombre.
Ocultando hasta su rumbo,
Llegó a no quedar más d'él
Que su cría de guairabos
Famosa en el redondel.
Y muchos años corrieron
Y caminantes pasaron,
Pero todos los vecinos
Siempre a bien lo recordaron.
Sólo se supo, aunque en duda,
Que el capataz de un arreo
Lo halló de maestro de escuela
En Tarija, según creo.
Dicen que al fin de sus días
Volvió del Alto Perú,
Y para que en paz muriera
Lo perdonó el padre Esquiú.
(texto tomado de Romances del río seco,
ed. Losada, col. Poetas Hispanoamericanos
de Ayer y de Hoy, Buenos Aires, Dirección
y Selección Ernesto Sábato, 1998)
No hay comentarios:
Publicar un comentario