Por Aurora M. Ocampo
Efectivamente, el CEL, como comúnmente llamamos a nuestro Centro, cumplió su medio siglo, el 9 de octubre de 2006. Fue fundado por Julio Jiménez Rueda, su primer director, María del Carmen Millán, como subdirectora, y tres estudiantes de maestría en Lengua y Literatura Españolas: Ana Elena Díaz Alejo, Aurora M. Ocampo y Ernesto Prado Velázquez, reclutados como becarios.
El Centro de Estudios Literarios, hoy departamento del Instituto de Investigaciones Filológicas, es el más antiguo de los centros y seminarios que lo conforman. Fuimos autónomos durante diecisiete años, hasta que Rubén Bonifaz Nuño, al unirlo a su Centro, el de Estudios Clásicos; al de Lope Blanch, de Lingüística, y al del doctor Ruz, de Estudios Mayas, fundó, en 1973, el Instituto al cual pertenecemos desde entonces.
Empezamos a trabajar, los cinco fundadores del CEL, en un pequeño cubículo en el segundo piso de la Torre de Humanidades I. Los estudios de la literatura mexicana para los maestros de esos tres becarios, don Julio y María del Carmen, fueron toda su vida, por lo que si nos escogieron para empezar a trabajar en el Centro por ellos fundado, fue porque vieron en nosotros, sus alumnos, la misma pasión que a ellos movía.
Empezar a estudiar la historia y devenir de nuestra literatura se nos presentó como una tarea de tal envergadura, que lo primero que se nos ocurrió fue agenciarnos de libros, por donación, compra, rifas, lo que fuera; nuestro acervo, de 1956 a 1960, llegó a ser de poco más de un centenar de libros y revistas*. Ya con ellos nos dimos cuenta de que si no emprendíamos primero los trabajos bibliográficos, jamás tendríamos los datos necesarios para investigar nuestra historia literaria. En nuestros tiempos, ya nadie pone en duda la importancia de la bibliografía. Todo el que tenga una actividad intelectual, llámese investigador, escritor, profesor o estudiante, antes de iniciar un estudio, recurre a la primera ciencia auxiliar del trabajo intelectual: la bibliografía. El que se aventure a desarrollar un tema sin esta previa consulta, de seguro perderá la verdadera fuente de información y la oportunidad de aprovechar las experiencias y los resultados a los que otros han llegado. Su trabajo correrá el riesgo de resultar inferior a otros ya publicados o que no aporte nada nuevo a la evolución de esa rama del conocimiento. Por otra parte, la bibliografía, considerada como inventario de la producción intelectual de un país, constituye el índice de la cultura de un pueblo y, en nuestro caso particular, hacer el recuento de lo que tenemos en el terreno de nuestra literatura es indispensable para escribir la historia literaria de México.
Por todo lo anterior, los primeros trabajos elaborados en el Centro de Estudios Literarios fueron, por un lado, los índices de revistas especializadas y, por otro, crear un banco de datos que recogiera la producción y las referencias críticas de nuestros escritores.
Con ese centenar de libros conseguido de donaciones y la compra de revistas, empezamos a elaborar los primeros Índices de las revistas del siglo diecinueve, convencidos de que la mayor parte de nuestra literatura de ese siglo se hallaba en ellas. Precisamente los primeros Índices elaborados fueron los de la revista literaria mexicana El Domingo (1871-1873), índices elaborados por nosotros, los tres estudiantes becarios y que salieron al público en 1959.
Nuestras penurias para conseguir libros terminaron en 1960, con la donación del fundador y director del Centro de Estudios Literarios y maestro nuestro, don Julio Jiménez Rueda*, el cual poco antes de su muerte, acaecida el 25 de julio de ese año, donó su biblioteca particular, diez mil volúmenes entre libros y revistas, que pasaron a formar el núcleo principal de la biblioteca y el mejor instrumento de trabajo de sus investigadores que ya para entonces habían aumentado en su número, entre ellos, Jacobo Chencinsky y Luis Mario Schneider. Obviamente, esos diez mil volúmenes donados no cabían en nuestro cubículo de la Torre de Humanidades I, así que fueron recibidos en ceremonia oficial inaugurando el nuevo domicilio del Centro de Estudios Literarios, ubicado en la planta alta de la Biblioteca Central, el 25 de octubre de 1960. Desde entonces hasta 1988 en que tuvimos, como parte del Instituto de Investigaciones Filológicas, el edificio propio que hoy ocupamos, la Biblioteca del Centro de Estudios Literarios se llamó “Julio Jiménez Rueda”.
(Muchos, no todos, le debemos algo a la Universidad Autónoma de México, simplemente por haber ocupado un mesabanco durante cuatro años, por haber pagado una cuota simbólica de inscripción y por habernos brindado la oportunidad de hacer amigos entre su cuerpo docente: Héctor Valdés, Graciela Cándano, Luis Rius, Arturo Souto y otro medio centenar de profesores. Si enumeramos a los alumnos que hicieron con nosotros algo parecido o cercano a una licenciatura, no terminaríamos. Por esta y otras razones se incluye esta nota evocadora de la maestra Aurora M. Ocampo.)
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