Cartas de amor de la monja portuguesa
(IV, fragmento)
No me arrepiento de adorarte, hasta me lisonjea el que me sedujeras. Tu rigurosa ausencia, tal vez eterna, no disminuye en nada la violencia de mi amor. Quiero que toda la gente lo conozca; no hago misterio de nuestras relaciones; me precio de haber atropellado por ti toda especie de decoro. Sólo en amarte perdidamente toda la vida hago consistir mi honra y mi religión.
No te digo nada de esto para obligarte a que me escribas. No quiero nada a la fuerza. De ti sólo quiero lo que naturalmente te brote del corazón, y rechazo todas las simulaciones de amor y, singularmente, las excusas.
Siento gozo disculpándote el que no te decidas ni a garrapatear cuatro letras. Te perdono las faltas que puedas cometer, desde lo más profundo de mi corazón.
Un oficial francés tuvo esta mañana la gentilísima caridad de hablarme de ti, más de tres horas. Me dijo que la paz con Francia era ya un hecho. Siendo así, ¿no podrías venir a verme y llevarme contigo?
Puede que no lo merezca. Haz lo que te plazca. Mi amor ya no depende del modo como me trates. Desde que te fuiste, no he gozado de salud un solo día y sólo siento alivio repitiendo incesantemente tu nombre.
Algunas monjas, que saben de mi lastimoso estado, me hablan de ti con frecuencia.
Salgo del cuarto, en que tantas veces estuviste, lo menos posible y estoy siempre contemplando
tu retrato, mil veces más querido para mí que la vida. Esto me alivia y me entristece a la vez, pensando que nunca más volveré a verte. ¿Cómo es posible que no te vea más? ¿Me abandonarías para siempre? Esta idea me aniquila.
Tu infeliz Mariana no puede ya más. Al acabar esta carta me siento desfallecer. ¡Adiós, adiós! ¡Ten piedad de mí!
Mariana.
(texto tomado de Cartas de amor de la monja portuguesa,
Mariana de Alcoforado, ed. Grijalbo, Barcelona, 1975. Trad.
y prólogo de Pedro González-Blanco)
No hay comentarios:
Publicar un comentario