domingo, 6 de junio de 2010

ENTRE PERROS Y GATOS

Apenas la semana pasa encontré el nombre para un felino de ojos color gargajo que siete días antes me habían regalado dos amigos que no tienen hijos, le llamé Alejandro de Macedonia a falta de otro nombre más discreto; y ese mismo día el minino se fue del negocio que él me ayudaba a cuidar de noche. Los dueños originales me advirtieron que era un animal callejero que llegó a casa sin previo aviso, con algunas pulgas de más pero que ya estaba bajo tratamiento veterinario y que incluso pronto tendrían cita concertada para aplicarle un talco especial para ese tipo de bichos.
La calle donde está ubicado el negocio de libros, cedés y devedés no es harto concurrida, pero a la hora en que salen los chamacos de la escuela, pasan y ven al animalito que porta un antifaz negro y unos bigotes escandalosamente pretenciosos como los que llevaba Salvador Dalí. Cuando lo veían hacerme compañía se decían los unos a las otras: "Mira, un gatito".
El último día que Alejandro estuvo en La Azotea, así se llama el negocio, llegó un cliente con sus cuatro hijas a saldar una cuenta pendiente y escogió la filmografía del actor cómico Tin-Tán. Mientras estuvieron aquí alcancé a ver que el minino se había echado atento a ver el paisaje, cerca de la entrada pues había agarrado la costumbre de salirse a husmear debajo de los coches estacionados o en el negocio de canceles y ventanas de al lado; o al negocio siguiente en que los maestros trabajan la herrería y el aluminio.
Alejandro de Macedonia me hizo compañía por poco más de una semana. Como sus dueños originales me lo trajeron con una bolsa de arena para sus necesidades y otra con galletas para mascotas, el chico mascaba y tragaba a todas horas y, por lo mismo, a menudo tenía que revisarle el plato del agua, sobre todo en las mañanas pues se quedaba de velador desde la tarde de un día hasta el siguiente.
Llegué a observar que antes de ocultarse el sol, mi animal de compañía se metía detrás de unos libros de la Universidad Veracruzana que tengo en el entrepaño más bajo del librero destinado a esta editorial. Una amiga me dijo que conforme creciese el animal, lo iba a encontrar en distintos libreros, echado, sobre las hileras más altas.
Un día lo regañé porque lo sorprendí encaramado en una maceta. Al verlo creí que estaba echado, pero al acercarme observé que se había trepado a orinar. En otra ocasión salí a ver dónde andaba y observé que estaba tragando restos de comida de un plato desechable que alguien abandonó en la calle.
Ignoro si uno de los escolares que pasan a menudo al salir del colegio, al verlo en la calle, le ofreció algo antes de cargar con él, sin avisarme pues los ladrones no avisan. Lo cierto es que al percatarme de que ya no estaba -primero le llamé en el cuarto donde pasaba la noche, luego lo busqué detrás de la hilera de libros y lo busqué también debajo de los coches estacionados en la cuadra-, le mandé un correo electrónico al cliente que vino con sus cuatro niñas por el libro del pachuco, por si ellos lo tenían, con copia para quien me lo regaló.
Apenas este sábado vinieron mis amigos que me lo osequiaron hace días. Les entregué la bolsa de arena y las whiskas me las dejaron pues les dije que la vecina de al lado me prometió una mascota de una camada de cuatro que tuvo una fina que salió una noche, sin avisar, y se cruzó con un chihuahueño. Gaby, la compañera de Efrén, me ofreció otro felino, pero le dije que espere a que le guarde luto a Alejandro de Macedonia, por lo menos un año. Así decidieron que conservara el alimento (indistinto para canes y mininos, según ella) por si antes del año tengo una nueva.
La idea de adoptar una mascota como la que me prometió Fabiola no me entusiasma demasiado pues si sale juguetona querrá distraerse con los libros que tenga a la mano, o me rasgará los manteles de las mesas de DVD, libros y cedés; y si la subo al departamento donde habito arremeterá contra los cojines y el juego de sala, las bolsas de la basura o lo que encuentre a la garra; y el día menos pensado, si es varón, claro, querrá cruzarse con Luna, la perrita de mis vecinas del segundo piso que algunas noches sube a mi departamento a hacerme fiestas para que le regale galletas Emperador de chocolate y leche Lala, antes de marcharse, agradecida.

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