Regresaré a casa y la maicena seguirá esperándome en el segundo entrepaño de la alacena, a un lado del aceite vegetal, junto a la enorme caja de cerillos de madera, regalo de Berta, bruja luminosa. Ahí seguirá el bote del café, un bálsamo para la mañana en que me recuperaré, en definitiva. El porrón humeante será testigo de las llamas azulosas que levantará este par de muletas, cuyo calor anunciará el fin de la convalecencia.
Meteré la llave en la cerradura con la seguridad de que las cosas siguen como las dejé, inesperadamente, antes de que la ambulancia me despojara de ellas: la sal en el salero, el ronroneo del refrigerador a medianoche, adormeciendo las enfermedades incubadas, la botella del tequila; en el escritorio mis manuscritos junto con la flama cálida que Ricardo dejó en un mensaje, antes de volverse a otra parte.
Hallaré que mis libros tienen una capa de polvo más densa. Pero eso no importa. La criada que voy a contratar les devolverá el brillo original, con una película de polietileno en el lomo. Pero del cuidado de mis discos y su aseo, sólo podrá ocuparse mi propa mano, así Mozart reconocerá que ha regresado su más fiel oído, la víctima de sus fiebres.
Lo primero que haré al salir de este sanatorio será subir las escaleras para abrir las ventanas de la planta alta, así los espíritus que de ella se posesionaron -durante mi ausencia-, saldrán. Con ellos se irá el gas inflamable del calentador y la estufa; de este modo mis plantas renovarán el oxígeno que las alimenta y el bióxido de carbono que generan. Me conviene.
Si regreso y el lavadero sigue en su lugar, el excusado y las llaves del agua, me daré por bien servida, aunque al salir del sanatorio no lleve conmigo el fruto de mi vientre, la capacidad de reproducción propia de los míos. Más aún si el nido de aire que es mi vientre cóncavo se insufla de gozo, de una alegría ciega semejante a la marea alta. Me conviene, lo sé.
Tomado de "La noche a cuentagotas"
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