Me he quitado la màscara
Me he quitado la máscara y me miro al espejo.
Era el niño de hace cuántos años...
no había cambiado nada...
Esta es la ventaja de saberse quitar la máscara.
Seguimos siendo niños,
ese pasado que permanece,
el niño.
Me he quitado la máscara y me la he vuelto a poner.
Así está mejor.
Así soy la máscara.
Y vuelvo a la normalidad como a una terminal de línea.
Hace más de media hora
que estoy sentado al escritorio
con la única intención
de mirarlo.
(Estos versos están fuera de mi ritmo.
Yo también estoy fuera de mi ritmo.)
Tintero (grande) delante.
Plumas con sus plumines, menos delante.
Más hacia aquí papel muy limpio.
A la izquierda, un tomo de la Enciclopedia Británica,
a la derecha
¡ah, a la derecha!
ese abrecartas con el que ayer
no tuve paciencia para abrir completamente
ese libro que me interesa y que no voy a leer.
¡Quién pudiese hipnotizar todo esto!
Los antiguos invocaban a las Musas.
Nosotros nos invocamos a nosotros mismos.
No sé si las Musas se aparecían,
dependería sin duda del invocado y de la invocación,
pero sé que nosotros no nos aparecemos.
Cuántas veces me he asomado
sobre el pozo que me supongo ser
y ululado “¡Uh!” sólo para oír un eco
y no he oído más de lo que he visto:
ese tenue albor oscuro con que el agua resplandece
en la inutilidad del fondo.
Ningún eco para mí...
Sólo tenuemente una cara, que debe de ser la mía porque
no puede ser la de otro,
es una cosa casi invisible,
excepto cómo luminosamente surge
en el fondo...
En el silencio y en la luz falsa del fondo...
¡Qué Musa!
("marcelo leites", trad. eloìsa àlvarez)
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