Había en nuestro pueblo...
Había en nuestro pueblo un sirio, con su bicicleta.
Yo no sabía si era sirio o asirio. Cuando le pregunté
por su raza, de la que Saroyan escribió
que sólo quedaban setenta mil asirios, ¿dónde estaban
los sesenta y nueve mil novecientos noventa y nueve restantes?,
contestó con una sonrisa larga como nuestra calle.
Sus pupilas centellearon como los radios calientes de una carroza,
o los plateados de su bicicleta de segunda mano.
Debí preguntarle sobre los pájaros
que emigran en arameo, o sobre la correcta
pronunciación de ríos rugosos como el "Tagus".
Asiria estaba lejos como el viejo mundo de las lecciones,
pero lo mismo estaba él de sus camellos de piel cálida y sus tiendas.
Yo era joven y directo y mi tiempo
era el presente. Si en mi ignorancia
distorsioné el tiempo, lo hice en menor medida que la indiferencia
con que algún tirano alteró su futuro.
Llevaba camisa blanca, sombrero negro. Su bicicleta
tenía una canasta de metal delante. Se movía por el espejismo
de los campos de caña, vendiendo trajes a los cortadores.
Luego dos cirios más aparecieron. Los tres compartían una tienda
y dormían en la trastienda. Después hubo un letrero
con ese nombre, tan cómico como nosotros, de reyes míticos,
barbicuadrados, rizosos, ungidos: abdul.
Pero para mí había setenta mil asirios
y todos vivían en la vecindad, en un cuarto
caliente y oscuro, mascullando un lenguaje en cuyo sonido
había leones alados y aves talladas en un muro.
("pleno verano, poesía selecta", trad., jl rivas, vaso roto, 2012, madrid-méxico)
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