El golpe
Vi a un hombre golpear a un mendigo,
un maloliente, sucio, pero tampoco,
a decir verdad, insufrible mendigo.
Había tocado a ese hombre, aunque
por detrás, para que se parase,
lo que sobresaltó al hombre,
así que a ciegas hizo un barrido
con el puño, sin pensar–
¿pero no lo empeora eso?–
y pegó al mendigo, más fuerte
de lo que él pensaba
si es que lo había pensado, en el pecho.
Supo al momento, lo vi,
que había cometido un error;
el mendigo, medio borracho
como iba, empezó a insultarle,
indignado, pero ¿lamentaba
aquel hombre lo que había hecho
por respeto a la dignidad
del mendigo, por los años
que había estado intentado alcanzar
la inocencia, todo por los suelos
ahora, o porque, realmente,
estaba un poco asustado?
El mendigo estaba gritando,
el hombre pensó en
ofrecerle algo de dinero,
pero supuso que el mendigo
lo trataría como un déspota,
así que prefirió desafiarlo con la mirada.
Caminando más rápido, el mendigo
lanzándole todavía la perorata,
el hombre, de repente, se vio a sí mismo
y al mendigo como un par de átomos,
ínfimos, pasando uno al lado
del otro, o a través.
Cómo nos afanamos, musitó,
de una hora absurda
a otra, de un absurdo
dilema al siguiente, hasta
dejar sólo el rastro de un miedo
horrible a nuestra propia existencia.
Como, recordó,
dijo una vez un famoso pensador
cuando le vino la imagen de un joven
al que había visto en un sanatorio mental,
“... completamente imbécil, sentado
en un anaquel del muro”.
“Esa figura soy yo”,
se repetía el sabio,
viendo cómo su propia mente
aleteaba locamente sobre
un gran estallido de realidad,
inútilmente, sin provecho.
("periódico de poesía", trad. jaime priede)
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