Nos enteramos con profunda desazón de que la iglesia alemana está
poniendo a la venta sus templos por falta de fieles. Los alemanes ya no
van a misa, y hay que vender estos inmuebles vacíos de almas castas. En
las antiguas iglesias cristianas se están empezando a instalar vistosos
restaurantes, gimnasios para chicas y chicos con poca ropa y mucha popa,
y hasta discotecas de ambiente pastillero e inguinal. Pero tranquilos,
mis beatos lectores. Algo así no podrá suceder jamás en nuestra
sacrosanta España, donde es imposible tal crisis de vocaciones
arquitectónicas gracias a los 10.000 millones de euros que anualmente
nuestro Estado aconfesional le dedica a nuestra iglesia partidista
popular. Entrambos equilibrios paradójicos, tan mal vistos por el
iletrado Montesquieu, mi alma inmortal descansa apacible sabiendo que
nunca instalarán en la Catedral de Compostela un chiringuito de playa. Y
no solo por el anecdótico hecho de que Santiago no tenga mar.
Escribo este artículo de rodillas rezando para que España no sea
nunca Alemania, que es un país tan desorganizado y descreído que ni
siquiera tiene prima de riesgo. Los germanos han perdido un 10% de su
población católica y protestante en menos de dos décadas, y en los
últimos tiempos se ha ido cerrando una media de 200 templos anuales. Si
siguen así, la religión tiene los siglos contados.
Considero craso error esta venta de iglesias por parte de la siempre
inmaterialista curia, ya que la belleza de algunos templos es uno de los
pocos atractivos que le va quedando a la religión. Nuestro ateísmo
confeso se diluye cuando visitamos las iglesias y nos mareamos de
stendhalismo florentino, y las guiris nos sacan fotos creyéndose que
nuestro desmayo bajo la columna jónica se debe a nuestra fervorosa fe, y
no al empacho estético de arte religioso y a la botella de vino que nos
hemos pimplado antes de visitar la catedral. El famoso síndrome de
Stendhal, por mucho que diga Stendhal, consiste también en la botella de
vino.
En tiempos de necesidad, lo primero que se pone a vender la iglesia,
después de haber vendido su alma y a unos cuantos niños, es lo único que
a muchos aun nos perdura atractivo dentro de su credo: la belleza. Su
arte.
No es la primera vez que ocurre. Parece el cristianismo siempre raudo
a vender todo lo hermoso que pudo haber tenido. Primero fue la palabra
de Cristo, ese cantor protesta de los pobres y cuyos adoradores solo
piensan en hacerse ricos. Lo de los obispos es como si hubiera un Club
de Adoradores de Don Quijote cuyos apóstoles vistieran enjoyadas
armaduras, cabalgaran un puro y blanco alazán, usaran esclavo en lugar
de escudero, carecieran de sueños, llevaran la contabilidad de sus
hazañas y amaran a las Koplowitz en lugar de a Dulcinea. Un disparate.
Cual disparate es esta iglesia católica que comercia con reyes y
truhanes y deja puertas afuera a sus mendigos. Nunca he conocido a un
mendigo al que dejen pedir en el interior de una iglesia, cuando su
figura se integraría perfectamente en la iconografía de la fe cristiana.
Y en su iconología. Mucho mejor que un notario, un político o un
banquero, que no quedan nada bien a los pies del Cristo asesinado por
sus lejanos ascendientes, pero a quienes sí dejan entrar.
Cierto es que gran parte de ese arte eclesiástico no deja de ser
cómplice de la gran perversión y estafa que es el todo religioso, pues
si el arte se conserva en palacios e iglesias es porque solo reyes y
papas podían pagarle a los artistas. Pero es un pecado que, como ateo,
perdono. Al contrario de lo que ocurre con el dinero, el origen de la
belleza jamás es conveniente investigarlo. Os lo dice alguien que nunca
ha poseído ninguna de las dos cosas. No vaya a ser que me hagáis caso.
Me gustan las iglesias pequeñas, de pueblo. Siempre que me pierdo en
un pueblo por algún reportaje o porque me he perdido, visito su iglesia.
Por si acaso encuentro algo bello. Y si veo a unas mujeres y a unos
hombres humildes arrodillados, yo también me arrodillo. No me parece
elegante permanecer de pie ante ningún hombre humilde arrodillado. Yo
también soy humilde. Por todo eso me da la impresión, más bien vaga, de
que, en su magnanimidad, la jerarquía eclesiástica alemana no ha
considerado la nada irresponsable posibilidad de ceder esas iglesias
vacías a los pueblos, llámesele estados o como usted quiera, monseñor.
Quizás hubiera sido un gesto más cristiano que venderlas para construir
discotecas, restaurantes y gimnasios, que son lugares donde habita el
delicioso pecado. Se conoce que a los obispos la venta les pilló
rezando, y esta posibilidad se les pasó. Es la penitencia de tanta
espiritualidad. Que el cheque te pilla siempre rezando. Le puede pasar a
cualquiera. ¿No?
(A mí también me gusta entrar a templos y capillas pobres, ya sea a escribir una carta, a dormitar o simplemente a recordar mis lecturas nietzschianas. Nota de Aníbal Malvar en "Público." )
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