El profesor Zonta
Nos daba clases de educación física en la pista del que antes fuera el galgódromo de Agua Caliente. Se veía un hombre triste y muy bien parecido. Sus antepasados italianos —su padre, Celio— procedían de la región del Veneto y se instalaron en el mineral de Santa Rosalía, en Baja California Sur, donde en 1929 nació el profesor.
Era una gloria del beisbol local: tercera base o fielder de los Potros. El año: 1948. Tijuana tuvo desde entonces un nivel profesional digno de las Grandes Ligas cuando Eugenio Carrasco compró la franquicia de los Colts de Salinas, California. De ahí el nombre del equipo: los Potros, nada qué ver con la simbología tijuanense que se gestó en el hipódromo y sus personajes.
Hay una fotografía de un muchacho de unos 19 años cuyo pie, abajo a la izquierda, dice: “Raymundo Zonta, Mr. Homerun, el primer pelotero profesional de alto poder en Tijuana. 1948”. Viste el uniforme gris de los Potros, de pantalones anchotes y holgadas mangas, y sonríe bajo la visera de una cachucha guinda en la tercera base del estadio de la Puerta Blanca.
Tijuana era entonces una ciudad de jockeys y pelotaris, pues así se les llamaba a los jugadores vascos del Jai Alai. Más de un drama se llegó a conocer de aquellos jinetes chaparritos e infelices que padecían los arreglos gangsteriles del Johnny Alessio.
Nunca más en la vida volví a saber algo del profesor Zonta. Me han contado que algunos años después, antes de cumplir los cuarenta, se sacó la lotería y se compró un Cadillac Eldorado convertible rojo. Salía a pasear, dicen, por el bulevar Agua Caliente y la Vuelta, una esquina que hace virar los autos hacia la avenida Revolución. Iba con una chamaca, nunca dejó de tener suerte como galán. Hizo varios viajes, a Japón, a China. Se construyó una casa en la playa de la Paloma, frente al mar infinito y callado del Pacífico. Pero de pronto se interrumpió su vida. Su corazón se negó a seguir palpitando y Raymundo Zonta no llegó a los cuarenta años.
¿Por qué era tan triste? Su porte, su perfil griego, su musculatura, su salud, hablaban de alguien que sin duda llegaría a los noventa años. Nunca lo vimos sonreír. Porque no hablaba. Apenas pronunciaba las palabras: las indispensables para indicarnos cómo se hacía el salto triple o debían de colocarse las puntas de los pies al arrancar en las carreras de atletismo.
Uno de nosotros, Cantú, era el imbatible corredor de los 400 metros. Otro, Julián, era una liebre y antes que nadie, segundos después, ya estaba en la meta de los cien metros. El galgódromo había pertenecido al casino en los años veinte. Los tablones de las gradas ya estaban podridos y era muy peligroso subirse a caminar o sentarse en ellos. Una estudiante de la Poli había muerto ya en una caída.
Pero tal vez el profesor Zonta no era como yo digo ni como lo recordamos o lo inventamos. No fue para nosotros más que un atleta guapo y melancólico, dueño de un secreto indescifrable que se llevó a esa tumba a la que nunca le faltan flores en el cementerio de la Puerta Blanca.
(Si Daniel Sada viviese, le pediría permiso a FC para recrear esta historia verídica y muy personal. Nota tomada del sitio "río doce".)
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