Viernes santo
No es el momento (insisto) de armar una reyerta (trocatinta) por una lata de atún y un par de pejerreyes sin escamas. Y aunque las aguas del mar están tranquilas como un corral de cerdos en la noche, un leve resplandor entre las dunas, detrás de la autopista, anuncia sin tapujos la muerte del Señor. Es un silencio jadeante y compasivo, igual que los amorosos licenciosos. El retablo mayor es recubierto por un telón morado. Los nísperos se pudren, sin remedio, entre las ramas al fondo del jardín. Guarda silencio, niño. No saltes ni te vistas con ropa de verano. Hurga en tu corazón, tu piedra pómez. Come ese bacalao, seco y salado, venido de los mares de Noruega. Siéntate, calladito, al pie de la mampara. La muerte es un instante difícil de explicar. Como las tardes frescas o la reproducción de las morsas salvajes.Mañana iremos a remar, alborozados, con el cabello al viento.
(texto tomado de A cada quien su animal, ed. La Cabra ediciones, serie Azor-Conarte Nuevo León, México, 2008. Prólogo de Juan Manuel Roca.)
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