Mujeres calladas, mujeres sumisas, mujeres comprensivas, mujeres... ¿perfectas, o perfectamente machacadas? Silencio y compostura disimulan tantas vulneraciones sufridas, ocultas en la intimidad pero tan presentes y persistentes. Empezando por sus cuerpos, siguiendo por su inteligencia y terminando por sus emociones, las mujeres son rechazadas y cuestionadas por el mero hecho de ser mujer. No es ningún secreto, y las estadísticas lo demuestran: hay millones de mujeres marginadas, mutiladas, explotadas, abusadas y muertas por razón de su género.
Pero las mujeres no somos ni cifras, ni porcentajes, somos de carne y hueso y tenemos nuestra historia. Muchas, demasiadas, callan y esperan a que vengan tiempos mejores. ¿A quién le interesa su historia? Silencio. El único rastro que va quedando es la vergüenza, la culpa y la rabia. Y la herida abierta se desangra, y genera nuevos dolores y sufrimientos. Nuevos atropellos. Hasta que deciden hablar, gritar y reconstituirse. Darle un vuelco a su vida y a su entorno. Recuperar el amor propio y retomar un proyecto de vida, eso sí, sin olvidar lo que pasó.
Narrar lo sucedido, y compartirlo con otras personas a menudo es un bálsamo que impulsa a muchas mujeres a empezar de nuevo, a volver a levantarse y seguir. María es un ejemplo de ello. Una mujer anónima con ganas de contar su historia, pero no de revelarse, por miedo, siempre el miedo. Esta mujer colombiana nació hace más de 50 años. No sabe la fecha exacta, puesto que nadie registró su nacimiento el día que vino a este mundo.
Creció siendo la hija mayor de una familia numerosa. Ella se encargaba de las tareas del hogar y del campo, recibía maltratos físicos y solo le permitieron ir a la escuela un par de años. Durante la adolescencia le revelaron la verdad: ella era una niña adoptada, perteneciente a la comunidad indígena Embera del Chocó, al occidente del país. Al saberlo, María se marchó en busca de sus orígenes, no quería sentir más el ardor de la correa fustigando su cuerpo,. “Me imagino que no me estaban queriendo tanto como a sus hijos porque nadie me fue a buscar. Creo que mi familia me trató más como una sirvienta que como a una hija”, se lamenta.
Viajó hasta la reserva indígena de su madre biológica, y empezó una nueva vida en ese poblado, compartiendo techo con otras jóvenes solteras. “Al principio sentí que regresaba a mi hogar, a mis raíces. Para mí fue fácil aprender el idioma, andar descalza por el monte, vestirme únicamente de cintura para abajo, cazar con cerbatana y tejer. Pero después vi cosas que no me gustaron y empecé a sentir miedo”.
Cada mes, desaparecían una o dos mujeres jóvenes de la comunidad. Todas ellas casadas, en edad fértil y con pocos hijos. Sus cadáveres se encontraban en el río. “Decían que las mujeres morían ahogadas, pero cómo iba a pasar eso si ellas sabían nadar?” Atemorizadas, las mujeres sospechaban la causa de las muertes. “En la comunidad solo los hombres pueden ser caciques, pero para ello deben tener muchos hijos. Por eso había hombres que mataban a sus mujeres si no les daban suficiente descendencia. Así se casaban con otra mujer para tener más hijos”.
Horrorizada, María decidió marcharse. Siendo todavía una adolescente, se casó y al cabo de poco tiempo tuvo su primer embarazo. En total fueron 9 hijos. “Yo viví feliz con Marcial, pero desde la perspectiva de ahora me doy cuenta que viví 25 años violada. Porque él quería tener relaciones sexuales cada mañana, y yo no. Pero a él no le importaba eso, y decía que era mi obligación cumplir como mujer. Yo cedía, aunque me doliera”.
Fueron a vivir a Urabá, uno de los puntos del país más afectados por el conflicto armado de Colombia. “Allá los muertos eran diarios. Había zonas donde la policía no entraba, y solo había camuflados (guerrilla, paramilitares o ejército). Uno debía callarse para sobrevivir”.
Sin embargo, la fatalidad llamó a su puerta. “Eran unos hombres uniformados armados, con una lista en la mano, en la que aparecía el nombre de mi hijo, venían a reclutarlo. Él solo tenía 14 años y Marcial quiso impedirlo, así que los camuflados le mataron. Yo me abalancé y también me hirieron a mí. Aún me duele la cadera y no puedo andar bien”. Años más tarde supo que su hijo había sido fusilado por negarse a vestir un uniforme paramilitar.
Traumatizada por la pérdida de su esposo y de su hijo, en shock por haberlo visto y convaleciente por la herida de la cadera, ella y sus hijos se marcharon rumbo a Cali, escondidos bajo la lona del remolque de un camión. Temían por su vida. Como los 4 millones de desplazados por la guerra en Colombia, María tuvo que empezar de cero, sin amigos ni familiares. “Esos 2 primeros años fueron muy difíciles porque eran muchas cosas, pagar los servicios de la casa, conseguir comida, camas donde dormir, cacerolas, poner a los chicos a la escuela...Yo siempre me iba a trabajar como empleada doméstica pero me pagaban muy poquito. Además, psicológicamente estaba muy mal, y me la pasaba llorando en la calle”.
María asegura que ella y otras mujeres desplazadas están abandonadas a su suerte. “El estado comete crímenes de lesa humanidad con nosotras, por abandono. Vivimos hacinadas, perdemos nuestra tierra y nuestro círculo social. Los hombres mueren en la guerra, pero las que se quedan solas y con los hijos somos las mujeres, y nadie nos ayuda!”. Aunque María debería percibir un apoyo económico trimestral por su condición de desplazada, no lo recibe, y las dificultades económicas que arrastra la han llevado en 2 ocasiones al borde del suicidio. “Puse cianuro en el café para que toda la familia lo bebiera, pero al final lo boté”, confiesa. “Nuestra salud mental está gravemente afectada y creemos que deberían darnos atención psicológica diferencial”.
A pesar de lo crítica de su situación, día a día María renace de sus cenizas con un proyecto personal. Sacando dinero de donde no lo hay, y aprovechando la experiencia de participar en la Ruta Pacífica de las Mujeres, un movimiento que trabaja para la visibilización de los efectos de la guerra en las mujeres, la recuperación de la memoria individual y la exigencia de justicia, María ha formado una pequeña organización. Su nombre es 'Un lucero de Esperanza' y su objetivo, recuperar los buenos usos y costumbres ancestrales de los pueblos indígenas, y reivindicar los derechos de las mujeres. “Yo antes era una mujer callada, que no me atrevía a mirar a alguien a los ojos. Pero aprendí que las mujeres debemos ser sujetos de derecho y no agachar la cabeza. Si yo hablo, si yo participo, si yo incido y exijo, quizá acabe mis días sin pena ni gloria, pero podré decir que al menos lo he intentado.”
(Nota tomada del blog 'ellas' del diario español El Mundo. Autora: Anna Viñas)
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